jueves, 5 de febrero de 2015

LAS SIRENAS


         La Odisea, obra en la que el poeta griego Homero (s. VIII a. C.) narra el viaje de Odiseo o Ulises desde Troya hasta Ítaca, su patria, nos ofrece el siguiente relato sobre las sirenas (Canto XII, versos 35 y siguientes):

            Luego me habló la venerable Circe con estas palabras: “[…] En primer lugar llegarás junto a las Sirenas, las que hechizan a todos los humanos que se aproximan a ellas. Cualquiera que en su ignorancia se les acerca y escucha la voz de las Sirenas, a ese no le abrazarán de nuevo su mujer ni sus hijos contentos de su regreso a casa. Allí las Sirenas lo hechizan con su canto fascinante, situadas en una pradera. En torno a ellas amarillea un enorme montón de huesos y renegridos pellejos humanos putrefactos. ¡Así que pasa de largo! En las orejas de tus compañeros pon tapones de cera, para que ninguno de ellos las oiga. Respecto a ti mismo, si deseas escucharlas, que te sujeten a bordo de tu rápida nave de pies y manos, atándote fuerte al mástil, y que dejen bien tensas las amarras de este, para que puedas oír con placer la voz de las dos Sirenas. Y si te pones a suplicar y a ordenar a tus compañeros que te suelten, que ellos te aseguren con más ataduras. […]”

            Entonces yo, Odiseo, hablaba a mis camaradas con corazón afligido: “Amigos, no debe ser uno solo ni dos los únicos que conozcan las profecías que me contó Circe, divina entre las diosas. Así que os las voy a decir para que, conociéndolas todos, o muramos o tomemos precauciones para escapar de la muerte y del destino. En primer lugar, nos aconseja precavernos de la voz y del prado florido de las divinas Sirenas. A mí solo me deja escuchar su voz. Atadme, pues, con fuertes ligaduras, para que me quede aquí fijo, de pie junto al mástil, y que estén muy fuertes las amarras. Y si os suplico y ordeno que me desatéis, entonces vosotros sujetadme más fuerte con otras cuerdas”.



            Con semejantes palabras informé de todo a mis compañeros, mientras que la bien construida nave llegaba a la isla de las Sirenas. La impulsaba un viento propicio. De pronto allí amainó el aire y se produjo una calma chicha, y la divinidad adormeció las olas. Los compañeros se levantaron y plegaron las velas del barco, y las recogieron dentro de la cóncava nave y, tomando en sus manos los remos, sentados blanqueaban el mar con sus pulidas palas. A mi vez yo corté con mi aguda espada una gruesa tajada de cera y la fui moldeando en pequeños trozos con mis robustas manos. Pronto se calentaba la cera, ya que la forzaba una fuerte presión de los rayos de Helio, el soberano hijo de Hiperión. A todos mis compañeros, uno tras otro, les taponé con la cera los oídos. Y ellos me ataron a su vez de pies y manos en la nave, de pie junto al mástil, y reforzaron las amarras de este. Y sentados a los remos se pusieron a batir el mar espumoso con sus palas.
             Pero cuando ya distábamos tanto como lo que alcanza un grito, en nuestro rápido avance, a ellas no les pasó inadvertido que nuestra rápida nave pasaba cerca, y emitieron su sonoro canto:
            “¡Ven, acércate, muy famoso Odiseo, gran gloria de los griegos! ¡Detén tu navío para escuchar nuestra voz! Pues jamás pasó de largo por aquí nadie en su negra nave sin escuchar la voz de dulce encanto de nuestras bocas, sino que ese, disfrutando, navega luego más sabio. Sabemos ciertamente todo cuanto en la amplia Troya sufrieron los griegos y los troyanos por voluntad de los dioses. Sabemos cuanto ocurre en la tierra prolífica”.
            Así decían desplegando su bella voz. Y mi corazón deseaba escucharlas, y ordenaba a mis compañeros que me desataran haciendo gestos con mis cejas. Ellos se curvaban y remaban. Pronto se pusieron en pie Perimedes y Euríloco y vinieron a sujetarme más firmemente con unas sogas. Cuando ya las hubimos pasado y no escuchábamos más ni la voz ni la canción de las Sirenas, al punto mis fieles compañeros se quitaron la cera con la que yo les había taponado los oídos, y me libraron de las cuerdas”.

(Traducción de C. García Gual, Alianza Editorial, Madrid, 2004; con modificaciones)





            El autor romano Higino (que vive entre el siglo I a. C. y el siglo I d. C.) escribió una obra titulada Fábulas mitológicas, en una de las cuales nos ofrece la siguiente información:

Fábula 125: LA ODISEA

            […] 13. Ulises llegó entonces hasta las Sirenas, hijas de la musa Melpómene, que tenían cuerpo de mujer en la parte superior y cuerpo de pájaro en la parte inferior. Su destino era vivir así mientras que los hombres, al oír su canto, no pudieran pasar de largo. Ulises fue advertido por Circe, la hija del Sol, y tapó con cera los oídos de sus compañeros. Así podrían pasar. […]

Fábula 141: LAS SIRENAS

            1. Las Sirenas, hijas del río Aqueloo y de la musa Melpómene, se despreocuparon del rapto de Prosérpina y llegaron a la tierra de Apolo. Allí fueron convertidas en pájaros por voluntad de Ceres, porque no habían ayudado a Prosérpina. 2. Un oráculo les había predicho que vivirían hasta que alguien, al escuchar su canto, pasara de largo. Ulises hizo que se cumpliera este destino, pues, gracias a su astucia, cuando navegaba delante de las rocas en las que ellas habitaban, hizo que se arrojaran al mar. 3. Ellas dieron el nombre De las Sirenas al lugar que está situado entre Sicilia e Italia.

(Trad. de Guadalupe Morcillo, Akal, Madrid, 2008; con modificaciones)



            El autor griego Apolodoro (siglo I – II d. C.) en su obra Biblioteca mitológica incluye el siguiente relato (Epítome VII, 18 – 20):

            Odiseo se hizo a la mar y bordeó la isla de las Sirenas. Las Sirenas eran hijas de Aqueloo y de Melpómene, una de las musas. Sus nombres eran Pisínoe, Agláope y Telxiepia. Una de ellas tocaba la cítara, otra cantaba y la tercera tocaba la flauta, y con estas artes convencían a los navegantes para que se quedaran. Tenían de los muslos hacia abajo forma de pájaros. Cuando se acercó a ellas, Odiseo quiso escuchar su canto, pero por consejo de Circe había taponado con cera los oídos de sus compañeros y había ordenado que a él mismo lo ataran al mástil. Pero, persuadido por las Sirenas, pedía que lo desataran para quedarse, sin embargo sus compañeros lo ataban aún más y así pasó navegando. Las Sirenas habían recibido un oráculo según el cual morirían cuando una nave pasara de largo. Por tanto, murieron.

            (Trad. de José Calderón, Akal, Madrid, 1987; con modificaciones)