miércoles, 8 de junio de 2022

ACTEÓN

 El siguiente relato se encuentra en las Metamorfosis (libro III, versos 138 - 252) del poeta latino Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.)

    En medio de tantas prosperidades fue un nieto tuyo, Cadmo, tu primer motivo de dolor y unos cuernos postizos añadidos a su frente y también vosotros, perros, que os saciasteis de la sangre de vuestro dueño. Y, sin embargo, si bien se mira, se encontrará en él una falta de la Fortuna y no un crimen, pues ¿qué crimen podía haber en un error?

    Había una montaña teñida en sangre de fieras de muchas clases y ya el día, encontrándose en su mitad, había reducido las sombras de los objetos y el sol distaba por igual de ambos extremos de su carrera, cuando el joven beocio Acteón se dirige con estas amistosas palabras a sus camaradas de fatigas, que recorrían los apartados caminos: "Compañeros, las redes y las armas están empapadas en sangre de fieras y el día ha sido bastante afortunado. Cuando la próxima Aurora, transportada por sus ruedas azafranadas, nos traiga la luz, volveremos a emprender la tarea a la que nos consagramos. Ahora el Sol dista igual de ambas tierras y con sus ardores resquebraja los campos. Haced un alto en vuestra tarea de este momento y retirad las nudosas cuerdas". Los hombres cumplen sus órdenes e interrumpen sus trabajos.

    Había un valle cuajado de pinos y de puntiagudos cipreses, conocido como Gargafia, consagrado a la diosa Diana, la del vestido arremangado, y en cuyo más apartado rincón hay una gruta, rodeada de selva y en la que nada es obra del arte: la naturaleza, con sus propias habilidades, había imitado al arte y así, con piedra pómez viva y con ligeras tobas, había trazado un arco natural. A la derecha murmura un manantial de delgada y límpida corriente y rodeado, en su amplia salida, de orillas herbosas. 

    Aquí Diana, la diosa de las selvas, cuando estaba fatigada de la caza, solía bañar en el agua cristalina sus miembros virginales. Cuando la diosa llegó allí, le entregó a una de sus ninfas, que cuidaba de sus armas, la jabalina, la aljaba y el arco destensado. Otra ninfa recogió en los brazos el vestido que la diosa se había quitado; otras dos le desatan el calzado y, más hábil que aquellas, la tebana Crócale reúne en un moño los cabellos que caían sueltos por el cuello de la diosa, aunque ella misma los llevaba sueltos. Sacan el agua Néfele, Híale y Ránide, así como Psécade y Fíale, y la vierten de sus voluminosas urnas.


Diana (Ártemis)

  

  Y mientras allí se baña Diana, descendiente de Titanes, en sus aguas acostumbradas, he aquí que Acteón, el nieto de Cadmo, después de suspender sus trabajos y errando a la ventura por un bosque que no conoce, llega a aquella espesura, pues el destino lo llevaba. Tan pronto como entró en la gruta que destilaba la humedad del manantial, las ninfas, al ver a un hombre, desnudas como estaban, se golpearon los pechos, llenaron de repentinos alaridos todo el bosque y, rodeando entre ellas a Diana, la ocultaron con sus cuerpos. Pero la diosa es más alta que ellas y les saca a todas la cabeza. El color que suelen tener las nubes cuando las hiere el sol de frente o el que tiene la aurora arrebolada, es el que tenía Diana al sentirse vista sin ropa.

    Aunque a su alrededor se apiñaba la multitud de sus compañeras, todavía se apartó la diosa a un lado, volvió atrás la cabeza y, como no tenía a mano sus flechas, echó mano a lo que tenía, al agua, regó con ella el rostro de Acteón y, derramando sobre sus cabellos el líquido vengador, pronunció además estas palabras que anunciaban la inminente catástrofe: "Ahora te está permitido contar que me has visto desnuda, si es que puedes contarlo". Y sin más amenazas, le pone en la cabeza, que chorreaba, unos cuernos de longevo ciervo, le prolonga el cuello, hace terminar en punta por arriba sus orejas, cambia en pies sus manos y en largas patas sus brazos, y cubre su cuerpo de una piel moteada. Le añade también un carácter miedoso.



 

  Comienza a huir Acteón, el héroe hijo de Autónoe, y en su misma carrera se asombra de verse tan veloz. Y cuando vio en el agua su cara y sus cuernos, iba a decir: "¡Desgraciado de mí!", pero no salió ninguna palabra. Dio un gemido y ese fue su lenguaje. Unas lágrimas corrieron por ese rostro que no era el suyo; solo le quedó su primitiva inteligencia. ¿Qué podría hacer? ¿Volver a casa, al palacio real, o esconderse en los bosques? La vergüenza le impide esto; el temor, aquello. 

    Mientras vacila, lo han visto los perros. Melampo y el rastreador Icnóbates fueron los primeros en dar la señal con sus ladridos, Icnóbates procedente de Cnoso, Melampo de raza espartana. En seguida se lanzan otros perros con más velocidad que la rápida brisa: Pánfago, Dorceo y Oríbaso, todos ellos de Arcadia, y el poderoso Nebrófono y el feroz Terón y Lélape y Ptérelas, valioso por la velocidad de sus patas y Agre, valioso por su olfato, y el fogoso Hileo, poco antes herido por un jabalí, y Nape, engendrada por un lobo, y Pémenis, que antes seguía a los rebaños, y Harpía, acompañada de sus dos cachorros, y Ladón, procedente de Sición, de remangados flancos, y Drómade y Cánaque y Esticte y Tigre y Alce y Leucón el de blanca crin y Ásbolo de negra crin, y el forzudo Lacón y Aelo, vigorosa en la carrera, y Too y la veloz Licisca con su hermano el de Chipre, y Hárpalo, que se conoce por una mancha blanca en mitad de su negra frente, y Melaneo y Lacne la de cuerpo hirsuto, y Labro y Agriodonte, nacidos de padre cretense, pero de madre laconia, e Hiláctor de aguda voz, y otros que sería largo mencionar.

    Toda la jauría lo persigue, ansiosa de botín, por rocas y peñascos, por riscos inaccesibles, por donde el camino es difícil, por donde no existe camino. Acteón huye por parajes por los que él había perseguido muchas veces, ¡ay!, huye de sus propios servidores. Deseaba gritar: "¡Yo soy Acteón! ¡Reconoced a vuestro dueño!" Pero las palabras no acuden a su deseo; atruenan el aire los ladridos. 

    Melanquetes le hizo las primeras heridas en el lomo; siguieron las que le causó Terodamante; Oresítrofo hizo presa en el hombro. Habían salido después que los otros perros, pero a través de atajos de la montaña se adelantaron en el camino. Mientras estos perros sujetan a su dueño, se congregaron los demás de la tropa y unen sus dientes en aquel cuerpo. No hay ya espacio que herir: Acteón gime, y su voz, aunque no es de hombre, tampoco podría emitirla un ciervo, y llena de lúgubres lamentos las montañas que le son tan conocidas. Y con las rodillas contra el suelo, en actitud suplicante y como si algo pidiera, mueve a un lado y otro el rostro, como si alargara sus brazos.



 

   Los compañeros de caza de Acteón, que nada saben, azuzan con sus habituales gritos al rápido tropel, buscan con sus ojos a Acteón y a porfía gritan "¡Acteón!", como si estuviera ausente (al oír él su nombre vuelve la cabeza) y se lamentan de su ausencia y de que por desidia no asista al espectáculo de la presa que se les ha presentado. Acteón bien quisiera estar ausente, pero está presente; y quisiera ver, pero no sentir en sus carnes las salvajes hazañas de sus propios perros. Por todas partes lo acosan y con los hocicos hundidos en su cuerpo despedazan a su dueño bajo la apariencia de un engañoso ciervo. 

    Y dicen que no se sació la cólera de Diana, la de la aljaba, hasta que acabó aquella vida víctima de innumerables heridas.

(Traducción de Antonio Ruiz de Elvira, Alma Mater, Barcelona, 1964; con modificaciones)