lunes, 26 de noviembre de 2012

FAETÓN (V)

Presentamos en esta postal testimonios sobre Faetón (o Faetonte) que se hallan en otros autores.

Paléfato, un mitógrafo griego quizá del siglo IV a. C., en su obra Sobre fenómenos increíbles (cap. 52), relata:

Faetonte, el hijo de Helio, tuvo el deseo irreflexivo de guiar el carro de su padre. Entre abundantes súplicas y lágrimas lo convenció. Mas, cuando montó al carro y empezó a fustigar a los caballos, no sabía llevar bien las riendas, ni era capaz de conducirlos con firmeza y sin agitación. Arrastrado por los caballos, que se movían con un enorme ímpetu y altivez, se acercó a la tierra y en una sacudida cayó al río Erídano y se ahogó, por lo que muchas tierras circundantes se consumieron abrasadas por el fuego.

Otro mitógrafo griego llamado Heráclito - del que no se sabe nada -, en su obra titulada Refutación o enmienda de relatos míticos antinaturales (cap. 22), nos aporta esta breve información:
Faetonte, que era hijo de Helio, tuvo el deseo de subir al carro de su padre y guiarlo. Pero como hizo esto sin tener práctica y los hombres perecieron abrasados, Zeus lo fulminó con el rayo.
(Traducciones de Manuel Sanz Morales, Madrid, Akal, 2002; con modificaciones)




El mitógrafo romano Gayo Julio Higino (64 a. C. - 17 d. C.) en su Fábula 152 recoge lo siguiente:

1. Faetón, hijo del Sol y de Clímene, subió a escondidas al carro de su padre y se elevó muy alto desde la tierra. Por miedo cayó al río Erídano. Júpiter lo golpeó con un rayo y todo comenzó a arder. 2. Para acabar con toda la raza humana siviéndose de alguna excusa, Júpiter fingió querer sofocar el fuego y desbordó los ríos por todas partes. Así terminó con la totalidad de los mortales, con la excepción de Pirra y Deucalión. 3. Las hermanas de Faetón, por su parte, como habían uncido los caballos contra la voluntad de su padre, fueron transformadas en álamos.

El mismo mitógrafo, en la Fábula 154, titulada "Faetón de Hesíodo", expone:

1. Faetón, hijo de Clímeno, hijo del Sol, y de la ninfa Mérope, que para nosotros es una Oceánide, cuando supo, por testimonio de su padre, que el Sol era su abuelo, hizo un mal uso del carro que había conseguido. 2. Cuando era conducido cerca de la tierra, todo se abrasó con el fuego que estaba próximo y, golpeado por un rayo, cayó al río Po; a este río los griegos lo llamaron Erídano y Ferécides fue el primero que lo nombró. 3. Los indios, por su parte, como el calor del fuego estaba próximo, cambiaron de color su sangre; por eso se volvieron negros. En cuanto a las hermanas de Faetón, mientras lloraban la muerte de su hermano, fueron convertidas en álamos. 4. Sus lágrimas, como cuenta Hesíodo, solidificadas, se conviertieron en ámbar; reciben el nombre de Helíades. Son Mérope, Helie, Egle, Lampetie, Febe, Eterie y Dioxipe. 5. Cicno, rey de Liguria, que era pariente de Faetón, mientras lloraba por la muerte de su familiar, fue convertido en cisne. Este también canta tristemente al morir.

(Traducciones de Guadalupe Morcillo Expósito, Madrid, Akal, 2008)

 

jueves, 22 de noviembre de 2012

FAETÓN (IV)

Sigue el relato de las Metamorfosis (II 260 - 366 ) de Ovidio:

Sigue la catástrofe. La Tierra pide auxilio

Todo el suelo salta en pedazos; por las grietas penetra la luz hasta el Tártaro y espanta a Hades, el rey infernal, y a su esposa Prosérpina. El mar se encoge; lo que antes era un océano ahora es un campo de arena. Los montes que cubría el mar profundo salen a la superficie y engrosan el número de las islas Cícladas. Los peces buscan las profundidades, y los curvos delfines no se atreven a elevarse sobre las aguas hacia los aires, como solían. Cuerpos de focas flotan panza arriba y sin vida en la superficie del mar; se cuenta que incluso el mismísimo Nereo, Doris y sus hijas se ocultaron en cuevas... ¡de aguas templadas! Tres veces se atrevió Neptuno a sacar por encima de las aguas sus brazos y su rostro enojado, tres veces no pudo soportar el aire abrasador.

Pero la Tierra que nos alimenta, rodeada como estaba por el océano, entre las aguas del mar y las fuentes que por todas partes se habían retirado y escondido en las entrañas de su tenebrosa madre, reseca hasta el cuello, alzó su rostro oculto, se puso su mano sobre la frente y, sacudiéndolo todo con un gran temblor, se agachó un poco y se situó más bajo que de costumbre, y con voz seca habló así: "Si es tu voluntad y lo he merecido, ¿por qué se hacen esperar tus rayos, Júpiter? Si he de perecer por la violencia del fuego, concédeme perecer por tu fuego y sé tú el causante de mi infortunio. A duras penas puedo abrir mi boca para pronunciar estas palabras" - el bochorno le cerraba la boca -; "¡mira, fíjate en mis cabellos chamuscados y en el montón de pavesas que hay sobre mis ojos y sobre mi rostro! ¿Esta es la recompensa, este es el premio con el que pagas mi fertilidad y mis servicios, como soportar las heridas del curvo arado y de los rastrillos, y sufrir tormentos el año entero, o como suministrar forraje y tiernos pastos al ganado, cosechas al género humano, incluso inciensos a los dioses? Pero, suponiendo que yo merezco la destrucción, ¿qué mal han hecho las aguas, qué mal ha hecho tu hermano Neptuno? ¿Por qué decrecen los mares que le tocaron en suerte y se alejan tanto del cielo? Y si el afecto por tu hermano y por mí no te conmueve, ¡al menos ten piedad de tu propio cielo! Mira a ambos lados; los dos polos ya están humeando; si el fuego llega a dañarlos, se derrumbará vuestro palacio. Ahí tienes al propio Atlante en apuros; apenas puede sostener sobre los hombros la bóveda celeste en llamas. Si los mares, la tierra y el aire desaparecen, volveremos al antiguo caos. Salva de las llamas lo que queda en pie, y protege el universo". Esto dijo la Tierra - pues no pudo soportar el bochorno por más tiempo ni seguir hablando - y replegó su cabeza hacía sí y hacia las grutas cercanas a los manes.


Intervención de Júpiter

Júpiter, el padre todopoderoso, tras poner por testigos a los dioses y al mismo que había concedido el carro, de que si él no acude en socorro, todo se destruiría con funesto destino, sube a la elevada fortaleza, desde donde suele lanzar las nubes sobre la vasta tierra, desde donde descarga los truenos y blande y arroja los rayos. Pero entonces no tenía nubes que lanzar sobre la tierra ni lluvias que enviar desde el cielo; truena y, blandiendo un rayo junto a su oreja derecha, lo lanzó contra el conductor, arrojándolo de la vida y del carro, y con cruel fuego apagó el fuego. Se espantan los caballos y, dando un salto en sentido contrario, liberan sus cuellos del yugo y abandonan las riendas, ya rotas. Allí está tirado el bocado, allí el eje descuajado de la lanza, por aquí los radios de las ruedas destrozadas y por todas partes hay restos del carro hecho pedazos.

Final de Faetón

Faetón, con las llamas devorándole sus rubios cabellos, rueda en el vacío y recorre por los aires un largo trayecto, tal como a veces una estrella, aunque no llega a caer, puede parecer que ha caído del cielo sereno. Lejos de su patria, en el rincón opuesto del mundo, lo acoge el gigantesco  río Erídano y le lava su tiznado rostro. Aún humeando por tres lenguas de fuego, las náyades de Hesperia le dan sepultura a su cuerpo y graban en piedra el siguiente epitafio: AQUÍ YACE FAETÓN, CONDUCTOR DEL CARRO DE SU PADRE; AUNQUE NO FUE CAPAZ DE GOBERNARLO, AL MENOS MURIÓ POR SU GRAN OSADÍA.

Duelo de sus padres

Ya el Sol, su desdichado padre, había escondido el rostro, desencajado por un intenso dolor y, si damos crédito a la leyenda, transcurrió un día sin sol: los incendios daban luz, y de este modo alguna utilidad hubo en aquel desastre. Por su parte, su madre, Clímene, después de decir todo lo que hay que decir en tan gran desgracia, de luto, fuera de sí y desgarrándose el pecho, recorrió el mundo entero. Busca primero los miembros inertes de su hijo, luego los huesos... y los halló, eso sí, enterrados en una ribera extranjera. Se arrodilló en aquel lugar y, tras leer el nombre sobre el mármol, lo regó de lágrimas y le dio calor con su pecho desnudo.

Duelo y metamorfosis de sus hermanas, las Helíades

No le lloran menos sus hermanas, las Helíades, y, vana ofrenda para un muerto, derraman lágrimas, se golpean sus pechos con las manos, llaman día y noche a Faetón -quien nunca podrá oír sus lastimeras quejas - y se arrodillan ante su tumba. Cuatro veces había completado la Luna su esfera juntando sus cuernos; ellas, siguiendo su costumbre (pues la práctica ya se había hecho costumbre), estuvieron entregadas al llanto. Una de ellas, Faetusa, la mayor de las hermanas, al querer arrodillarse en la tierra, se quejó de que sus pies estaban rígidos. Al intentar acercarse a ella, la brillante Lampetie se ve frenada de repente por una raíz; la tercera, cuando quería mesarse el pelo con sus manos, arrancó hojas; la una se lamenta de que un tronco ocupa el lugar de sus piernas, la otra de que sus brazos se han transformado en largas ramas. Mientras se maravillan de esto, una corteza rodea sus ingles y poco a poco envuelve su vientre, su pecho, sus hombros y sus manos; solo quedaban las bocas, que llamaban a su madre. ¿Qué puede hacer la madre, salvo ir acá y allá, adonde le arrastran sus impulsos, y darles besos, mientras puede? No le basta; intenta arrancar sus cuerpos de los troncos y con sus manos rompe las tiernas ramas, pero de ellas manan, como de una herida, gotas de sangre. "Detente, madre, por favor" - gritan todas las que están heridas - "detente, por favor; es mi cuerpo lo que desgarras en el árbol. Y ahora, adiós". La corteza de álamo negro selló sus últimas palabras. De ellas fluyen lágrimas, y se endurece al sol el ámbar que gotea de sus ramas nuevas, ámbar que el transparente río recoge y envía a las jóvenes latinas para que lo luzcan.


Metamorfosis de las Helíades


(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)

miércoles, 21 de noviembre de 2012

FAETÓN (III)

Continúa el relato de las Metamorfosis (II 150 - 259) de Ovidio:

Faetón toma el carro

Pero Faetón, con su cuerpo juvenil, toma posesión del ligero carro, se monta en él, se alegra de coger en sus manos las ligeras riendas y da luego gracias a su reacio padre. Mientras tanto, los veloces Pirois, Eoo, Etón y, en cuarto lugar, Flegonte, los caballos del Sol, llenan los aires con relinchos de fuego y golpean con sus patas las barreras. Después de que Tetis, desconocedora del destino de su nieto, las retiró y los caballos tuvieron libre el paso de acceso al inmenso cielo, emprendieron su veloz camino; galopando por el firmamento, atraviesan las nubes y, elevándose con sus alas, dejan atrás a los euros, vientos que partieron de la misma región.

La gran catástrofe

Pero la carga era ligera e irreconocible para los caballos del Sol, y el yugo no tenía su peso habitual. Igual que cabecean las curvas naves que no tienen su debido peso, arrastradas a la deriva por su excesiva ligereza, así el carro, que carece de la acostumbrada carga, da botes en el aire y sufre violentas sacudidas, como si el carro estuviera vacío. Cuando se dieron cuenta de quién era su conductor, los cuatro caballos se desbocan, abandonan el camino habitual y ya no corren con el orden de antes. Faetón se asusta, no sabe cómo dirigir las riendas que le habían sido confiadas y, aunque lo supiera, tampoco podría controlarlas.

Los caballos no reconocen al nuevo dueño...

Entonces por primera vez se calentaron con los rayos solares los helados Triones y en vano intentaron bañarse en el mar que les está vedado; la Serpiente que está situada junto al polo glacial, entumecida antes por el frío e inofensiva, se calentó y cobró con los ardores una rabia desconocida. También tú, Boyero, cuentan que huiste sobresaltado, a pesar de que eras lento y te frenaba tu carreta. Pero cuando desde lo más alto del cielo el desdichado Faetón avistó las tierras que se extendían muy al fondo, palideció, las rodillas le temblaron presas de un repentino temor, y entre tan gran luz aparecieron tinieblas en sus ojos. En ese momento deseó no haber tocado jamás los caballos de su padre; se arrepiente de haber comprobado su origen y de haber triunfado con sus súplicas; desea vivamente que se le llame hijo de Mérope, mientras es arrastrado igual que un barco empujado por el violento viento bóreas, cuyo piloto ha soltado el inútil timón, abandonándolo a los dioses y a las plegarias. ¿Qué hacer? Mucho cielo ha quedado a sus espaldas, pero ante sus ojos hay mucho más. Mide mentalmente ambos trechos; tan pronto mira a occidente, que el destino no le permitirá alcanzar, como vuelve su mirada hacia oriente. Sin saber qué hacer, queda paralizado y ni suelta las riendas ni es capaz de sujetarlas, ni conoce los nombres de los caballos. Espantado, ve además, diseminadas por el variado cielo, todo tipo de maravillas y de imágenes de fieras gigantescas.


Hay un lugar donde el Escorpión curva sus brazos en doble arco, y con la cola y las pinzas dobladas en ambos lados, extiende sus miembros en el espacio de dos signos. Cuando Faetón lo vio, empapado en el sudor de su negro veneno y amenazando herirle con su curvado aguijón, suelta las riendas, enloquecido por un helado terror. Cuando las riendas abandonadas tocaron las grupas de los caballos, estos se salen de la ruta y, desbocados, galopan por los aires de una región desconocida; se lanzan, sin freno, a donde les lleva su impulso. Arremeten contra las estrellas fijas en el elevado firmamento, arrastran el carro por lugares impracticables, y tan pronto se encaminan a las alturas, como por taludes y barrancos se dirigen a las proximidades de la tierra. La Luna se sorprende de que los caballos de su hermano galopen por debajo de los suyos. Las nubes, abrasadas, se evaporan. La tierra es pasto de las llamas, sobre todo en las regiones elevadas; la tierra se resquebraja, se agrieta y, privada de humedad, se seca. Los pastos blanquean, los árboles arden con sus hojas y los sembrados, resecos, proporcionan combustible para su propia ruina.

Me estoy quejando de cosas insignificantes; desaparecen grandes ciudades con sus murallas, los incendios convierten en cenizas naciones enteras junto con su población. Arden selvas y montes, arde el Atos, el Tauro de Cilicia, el Tmolo, el Oite, el Ida - ahora seco, antes rico en fuentes - y el virginal Helicón y el Hemo que antes no era de Eagro. Arde el Etna con fuegos redoblados hasta lo infinito, y el Parnaso de dos cimas, y el Érix, el Cinto y el Otris, y el Ródope, que por fin se verá libre de las nieves, el Mimante, el Díndima, el Mícale, y el Citerón, creado para el culto. Y de nada le sirven a la Escitia sus fríos; arde el Cáucaso, y el Osa junto con el Pindo, y, más alto que ambos, el Olimpo, y los encumbrados Alpes y el nuboso Apenino.

Faetón ve el mundo en llamas...

Entonces Faetón ve por todas partes el mundo en llamas; no soporta el calor sofocante; el aire que respira es hirviente, como si procediera del fondo de un horno; su carro, lo nota al rojo vivo, ya no puede soportar las cenizas y las pavesas que se desprenden. Por todas partes lo envuelve una abrasadora humareda y, como está envuelto en oscuras tinieblas, no sabe dónde está ni adónde se dirige y se ve arrastrado a capricho de los caballos voladores. Se cree que entonces tomaron los pueblos etíopes la tez morena porque la sangre les subió a la superficie del cuerpo; entonces la Libia se hizo un desierto, al arrebatarle el calor toda la humedad; entonces las ninfas, con los cabellos en desorden, lloraron por las fuentes y los lagos; en vano la región de Beocia busca la fuente de Dirce, Argos la de Amimone, Éfira las aguas de Pirene. Tampoco los ríos caudalosos quedan a salvo; se evaporó el Tanais en medio de sus ondas, y el Peneo y el Caíco de Teutrante y el rápido Ismeno junto con el foceo Erimanto y el Janto, que aún habría de arder de nuevo, y el rubio Licormas y el Meandro que juega con su curso sinuoso y el migdonio Melas y el Eurotas del Ténaro. Ardió también el babilonio Éufrates, ardió el Orontes y el veloz Termodonte y el Ganges y el Fasis y el Istro. Hierve el Alfeo, arden las orillas del Esperquío, el oro que arrastra el Tajo en su caudal se funde con el fuego; las aves fluviales, que con su canto poblaban las riberas de Meonia, se abrasaron en la mitad del Caistro. El Nilo huyó aterrorizado al confín del mundo y ocultó su cabeza, que aún hoy permanece escondida; sus siete bocas están vacías y polvorientas, sus siete cauces quedan sin agua que fluya. Idéntica catástrofe seca los ríos del Ísmaro, el Hebro y el Estrimón, y los de Hesperia, el Rin, el Ródano, el Po y el río al que estaba prometido el imperio del mundo, el Tíber.

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)

lunes, 19 de noviembre de 2012

FAETÓN (II)

Seguimos con el relato contenido en las Metamorfosis (Libro II, versos 49 - 149) de Ovidio:

Arrepentimiento del Sol

Se arrepintió el Sol de haber hecho tal juramento; sacudió tres y cuatro veces su cabeza luminosa, y dijo: "Mis palabras, por causa de las tuyas, han sido temerarias. ¡Ojalá pudiera no darte lo prometido! Lo confieso, solo eso te negaría, hijo. Pero sí me está permitido disuadirte. ¡Tu deseo no está libre de peligro! Pides algo grande, Faetón, un regalo que no cuadra con tus fuerzas ni con tu edad. Tu condición es mortal; lo que tú pides no es propio de un mortal. Por ignorancia ambicionas incluso más de lo que pueden alcanzar los dioses. Aunque cada cual esté satisfecho de sí mismo, nadie, excepto yo, es capaz de sostenerse sobre el carro portador del fuego. Ni siquiera Júpiter, el soberano del amplio Olimpo, que con su terrible diestra lanza rayos implacables, conducirá este carro; ¿y qué tenemos más grande que Júpiter?

El Sol (Helio)

Consejos del Sol

La primera parte del camino es ascendente y por ella, de mañana, aún frescos, los caballos suben con dificultad. La parte central del camino es la cima del cielo; desde allí, hasta a mí me da miedo a veces contemplar el mar y la tierra, y mi corazón palpita sobrecogido de espanto. La última parte del camino es descendente y es necesario sujetar firmemente las riendas; incluso la que me acoge arropándome con sus olas, la mismísima Tetis, tiene miedo de que yo me caiga al abismo. Ten en cuenta además que el cielo tiene un continuo movimiento circular y atrae a las lejanas constelaciones y las hace girar en una veloz rotación. Yo opongo resistencia y no me vence el mismo impulso que a los demás astros, sino que me desplazo en sentido contrario que la rápida órbita del cielo.

Supón que te he dado el carro: ¿qué vas a hacer? ¿Podrías soportar la rotación de los polos sin que su veloz eje te arrastre consigo? Quizá imagines que en el cielo hay bosques y ciudades y templos llenos de ofrendas. Al contrario, el camino discurre entre peligros y figuras de terribles animales. Aunque mantengas tu camino y no te salgas de él, tendrás que pasar, así y todo, por entre los cuernos del Toro que te cerrará el paso,el Arco hemonio, las fauces del León sanguinario, el Escorpión que curva sus fieras pinzas con largo abrazo y el Cangrejo que curva las pinzas de un modo distinto. Tampoco te será fácil dominar mis caballos, inflamados por los fuegos que llevan en el pecho y que exhalan por morros y hocicos. Apenas me toleran a mí, cuando sus fuerzas se acaloran y su cerviz se resiste a las riendas. ¡Pero tú, hijo, puedes evitar que te haga un regalo mortal! ¡Cambia tu deseo, ahora que puedes! ¿Así que para creer que eres hijo de mi sangre me pides garantías seguras? Garantías seguras te doy con mi temor, y mi angustia de padre prueba que soy tu padre. Mira, contempla mi rostro, y ¡ojalá pudieras clavar tus ojos en mi pecho y ver las profundas preocupaciones de un padre! En fin, considera todo lo que contiene el mundo y de entre tantas y tantas riquezas del cielo, del mar y de la tierra pídeme algo; pídemelo, que te lo daré. Te suplico que renuncies solo a esto, que en realidad es un castigo, no un regalo; un castigo, Faetón, es lo que pides y no un regalo. ¿Por qué, insensato, rodeas mi cuello con tus tiernos brazos? No lo dudes, te daré - pues lo he jurado por la laguna Estigia - cualquier cosa que desees, pero desea tú algo más prudente".

El Sol

Tales fueron los consejos del Sol, pero Faetón rechaza sus palabras, persiste en su empeño y arde en deseos del carro. Por tanto, su padre, después de retrasarlo cuanto pudo, condujo al joven ante el sublime carro, obra de Vulcano. Su eje era de oro, de oro era la lanza, de oro las llantas que recubrían las ruedas, de plata el haz de radios. En el yugo crisólitos y gemas artísticamente dispuestas emitían un vivo resplandor, reflejos de Febo.

Preparación del carro

Y mientras el esforzado Faetón admira todo aquello y contempla su maravillosa fabricación, he aquí que por el luminoso oriente la Aurora, madrugadora, ha abierto sus puertas purpúreas y su atrio lleno de rosas; huyen las estrellas cuya marcha cierra el Lucero, el último en abandonar la guardia del cielo. Cuando el Sol vio que el Lucero se encaminaba a la tierra, que el cielo ya se enrojecía y que los cuernos de la Luna desaparecían, ordena a las veloces Horas que unzan los caballos. Las Horas ejecutan rápidamente la orden, traen de sus altos pesebres a los caballos, vomitando fuego y cebados con el jugo de ambrosía; enseguida les ponen los resonantes frenos.


Últimos consejos

Entonces el padre untó el rostro de su hijo con una crema divina, haciéndolo capaz de soportar el fuego abrasador, colocó unos rayos sobre su cabeza y, exhalando de su angustiado pecho suspiros que presentían la desgracia, le dijo: "Si al menos puedes hacer caso de estos otros consejos de tu padre, hijo, usa poco la aguijada y más las riendas. Los caballos galopan por sí solos; lo difícil es refrenar su brío. No escojas la ruta que atraviesa en línea recta los cinco arcos; hay un camino trazado en oblicuo, con amplia curva, que, limitándose a tres de las zonas, evita tanto el polo austral como la Osa junto con los aquilones. Encamínate por ahí; verás claramente los surcos de mis ruedas. Y para que cielo y tierra soporten igual temperatura, no hagas descender el carro ni lo eleves por el alto firmamento. Si vas hacia arriba, quemarás las mansiones celestes; si vas hacia abajo, abrasarás la tierra. Por el medio irás con plena seguridad. Tampoco gires las ruedas a la derecha, dirigiéndote hacia la enroscada Serpiente, ni a la izquierda hacia el Altar. Mantente entre ambos. Lo demás lo encomiendo a la Fortuna, la cual deseo que te ayude y que te proteja más que tú a ti mismo. Pero mientras te hablo, la húmeda noche ya ha llegado a occidente y no puedo retrasar más la salida del Sol. Se me reclama, y la Aurora, después de ahuyentar las tinieblas, luce ya. Coge las riendas en tus manos, o si tu voluntad puede aún cambiarse, haz uso de mis consejos y no de mi carro, mientras puedes y aún estás sobre la tierra firme y mientras todavía no pisas el carro en mala hora deseado.¡Déjame a mí dar a la tierra una luz que tú puedas contemplar sin peligro!"

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)


domingo, 18 de noviembre de 2012

FAETÓN (I)

El siguiente relato lo cuenta el poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.) en su obra Las Metamorfosis (Libro I 748 - 779; Libro II 1 - 48):

La acusación de un padre falso

Ahora, por fin, se considera a Épafo descendiente del gran Júpiter y en las ciudades tiene templos juntamente con su madre Ío. Épafo tuvo un igual a él en edad y en carácter, el hijo del Sol, Faetón. En una ocasión en que este presumía de no ser inferior a Épafo y se enorgullecía porque su padre era Febo, no lo soportó Épafo y le dijo: "Estás loco por creer en todo a tu madre y presumes por la idea de un padre falso". Faetón se ruborizó y con el rubor reprimió su rabia; finalmente le contó a su madre, Clímene, los insultos de Épafo, diciéndole: "Para que te sea más doloroso, madre, yo, el sincero, yo, el atrevido, he guardado silencio. Me avergüenza que estos insultos se hayan podido pronunciar y no se hayan podido desmentir. Pero tú, si de verdad he sido engendrado de estirpe celeste, dame una prueba de mi alta cuna y confirma mi pertenencia al cielo."



Así habló Faetón y se abrazó al cuello de su madre y, por la cabeza de Mérope y por la suya propia y por las antorchas de sus hermanas, le rogó que le diera señales de su verdadero padre. Clímene, no se sabe si conmovida más por las súplicas de Faetón o por la rabia que le daba la acusación que Épafo pronunció, extendió sus dos brazos al cielo y, mirando a la luz del Sol, dijo: "Por este brillante lucero de rayos deslumbrantes que nos oye y nos ve, te juro, hijo mío, que tú has nacido de este Sol que gobierna el mundo. Si digo mentiras, que no me permita verle y que esta luz sea la última para mis ojos. Ya no te es difícil conocer la morada de tu padre, pues el lugar desde donde sale limita con nuestro país. Si tienes ganas, ve y pregúntaselo a él cara a cara".

Faetón salta de alegría ante estas palabras de su madre y ya en su mente se imagina el cielo. Cruza su Etiopía y la India, situadas bajo los fuegos siderales, e, impaciente, llega al lugar desde el que sale su padre.

El palacio del Sol

El palacio del Sol se alzaba sobre elevadísimas columnas, relumbrante de oro bruñido y piropo que se asemeja a las llamas; su techo estaba cubierto de reluciente marfil y las dos hojas de su puerta irradiaban una luz plateada. El acabado artístico superaba la materia de la que estaba hecho: en efecto, allí Vulcano había cincelado los mares que rodean las tierras, el globo terráqueo, y el cielo que se cierne sobre él. Las aguas tienen sus azulados dioses: al musical Tritón, al cambiante Proteo, a Egeón que con sus brazos oprime los gigantescos dorsos de las ballenas, a Doris y a sus hijas, a parte de las cuales se las ve nadar y a otras, sentadas sobre un peñasco, secarse sus verdes cabellos y a algunas, navegar sobre los peces; no tienen todas un mismo rostro, pero tampoco distinto del que conviene a hermanas. La tierra allí representada sustenta hombres y ciudades, selvas y fieras, y ríos, ninfas y demás divinidades campestres. Por encima de esto está colocada la imagen de un cielo refulgente, con seis signos zodiacales en la parte derecha y otros seis en la izquierda.


Tan pronto como llegó allí por el duro sendero el hijo de Clímene y entró en la morada de su cuestionado padre, de inmediato dirige sus pasos hacia el rostro de su padre, pero se detiene lejos, pues no podía soportar más de cerca su luz. Febo, vestido con un traje púrpura, estaba sentado en un trono resplandeciente de brillantes esmeraldas. A derecha y a izquierda estaban de pie el Día, el Mes y el Año, y los Siglos y las Horas, colocadas a intervalos iguales. También estaba la nueva Primavera, ceñida con una corona de flores; estaba el Verano, desnudo y llevando guirnaldas de espiga; estaba el Otoño, sucio de uvas pisadas, y el helado Invierno, con sus blancos cabellos despeinados. Entonces el Sol, colocado en el centro, con los ojos que todo lo ven, vio al joven, que estaba asustado por la novedad del espectáculo, y le dijo: "¿Cuál es el motivo de tu viaje? ¿Qué has venido a buscar a esta alta morada, Faetón, hijo al que no podría negar un padre?"

El Sol (Helio) en su carro


Una arriesgada promesa

Responde Faetón: "Luz común del universo, padre Febo, si me permites hacer uso de este nombre y Clímene no oculta su falta con una mentira, dame pruebas, progenitor mío, por las que crean que de verdad soy descendiente tuyo, y quítame esta incertidumbre." Así habló Faetón y su padre se despojó de los rayos que relumbraban por toda su cabeza, le mandó acercarse y dándole un abrazo le dice: "No es justo que digan que tú no eres hijo mío; Clímene te reveló tu verdadero origen y, para que no tengas dudas, pide el regalo que quieras, que lo obtendrás, pues te lo concederé. Sea testigo de mi promesa la Estige, la laguna por la que juran los dioses, nunca vista por mis ojos." Apenas acabó de hablar el Sol, Faetón pide el carro de su padre y el poder y el gobierno, por un día, de los caballos de alados pies.

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)

RÓMULO Y REMO (III)

Prosigue el relato de Tito Livio en su obra Historia de Roma desde su fundación (Libro I, caps. 6, 3 - 7, 3; 8):


El proyecto de fundar una nueva ciudad

Así pues, la ciudad de Alba Longa quedó en manos de Numitor. De Rómulo y de Remo se adueñó el deseo de fundar una ciudad en el sitio en el que habían sido abandonados y en el que se habían criado. Además, había demasiada población albana y latina; a ella se habían unido también los pastores: todos juntos hacían fácil prever que resultaría pequeña Alba y pequeño Lavinio, en comparación con la ciudad que se iba a fundar. Pronto se sumó a estos proyectos un mal ancestral: la ambición de poder, que dio lugar a una desdichada rivalidad después de un comienzo tranquilo. Como eran gemelos y el respeto a los años no podía establecer diferencias, a fin de que fueran los dioses protectores del lugar los que eligieran quién daría nombre a la ciudad y quién reinaría en ella después de su fundación, ocuparon Rómulo el monte Palatino y Remo el monte Aventino como espacios sagrados para recibir los augurios.

Las siete colinas de Roma





Disputa entre hermanos

Se dice que el augurio se le presentó antes a Remo: seis buitres. Pero, después de que se anunció ese augurio, se le apareció a Rómulo el doble número de aves. A cada uno de los dos le aclamó como rey su propia gente: los partidarios de Remo reivindicaban el reino por la prioridad en el tiempo; los de Rómulo, por el número de aves. Los dos hermanos se enfrentaron enseguida en una disputa, la exasperación de la cólera por ambas partes les conduce a una lucha a muerte. Allí, en medio del revuelo, cayó abatido Remo. Aunque está más extendida la versión de que, para burlarse de su hermano, Remo saltó por encima de las nuevas murallas de la ciudad; entonces Rómulo, irritado, increpándolo además de palabra ("Lo mismo le sucederá en adelante a cualquier otro que salte mis murallas", dijo), lo mató.

Se traza el surco primigenio de la nueva ciudad

Inicios de la nueva ciudad

Rómulo quedó, por consiguiente, como único dueño del poder; la ciudad que había fundado recibió nombre del de su fundador: Roma. En primer lugar fortificó el Palatino, donde él se había criado. Hace sacrificios con el rito albano a los otros dioses y con el rito griego, tal como había establecido Evandro, a Hércules.[...] Una vez cumplidos ritualmente los actos de culto, convocó a una asamblea a la muchedumbre, que no podía convertirse en el cuerpo político de un pueblo unido nada más que por medio del derecho, y dictó leyes. Pensando que para aquella gente rústica esas leyes solo serían sagradas si él les infundía respeto con símbolos de poder, se revistió de mayor dignidad en todo su porte, pero especialmente haciéndose acompañar de doce lictores. Algunos piensan que ese número fue una consecuencia del número de las aves que en el augurio le habían presagiado el reinado. A mí no me disgusta compartir la opinión de los que consideran que esta clase de escolta, así como su número, provenían de la vecina Etruria, de donde también se tomaron la silla curul y la toga pretexta. Los etruscos tenían fijado ese número porque, al nombrar un rey en común entre doce pueblos, cada uno de los pueblos le daba al rey un lictor.

Lictor


Se expansionaba mientras tanto la ciudad, incorporando constantemente más y más terreno dentro de su recinto, pues se alzaban las murallas más con vistas al futuro aumento de la población que para los hombres que había en ese momento. Después, para que no estuviera vacía una ciudad tan grande y para atraer un población numerosa, Rómulo aplicó el antiguo método de los fundadores de ciudades que, juntando mucha gente de origen desconocido y de clase baja, inventaban que les había nacido de la tierra una raza. Y abrió como asilo el lugar que está ahora cercado entre los dos bosques sagrados según se baja de la colina. Allí se refugió toda clase de gente de los pueblos vecinos, sin distinción de si eran libres o esclavos, gente deseosa de cambios. Este fue el primer refuerzo en el camino de la incipiente grandeza. Cuando ya no estaba descontento con sus fuerzas, ordenó un plan político para estas. Nombró cien senadores, bien porque ese número era suficiente, bien porque solo había cien que pudieran ser nombrados padres. Padres, en todo caso, se les llamó en razón de su cargo, y a sus descendientes, patricios.

(Trad. de Antonio Fontán, Madrid, Alma Mater, 1997; con modificaciones)

RÓMULO Y REMO (II)

Seguimos con el relato de Tito Livio en su Historia de Roma desde su fundación (Libro I, cap. 5 - 6, 2):

Detención de Remo


En aquella época cuentan que se celebraba en el monte Palatino un festejo nuestro, llamado Lupercal y que el monte se llamó Palancio (después Palacio), por Palanteo, una ciudad de Arcadia. En aquel lugar, Evandro, que procedía del pueblo de los árcades y fue dueño del territorio mucho antes de todo esto, había establecido una fiesta solemne importada de Arcadia, en la que unos jóvenes desnudos corrían jugando y diviertiéndose en honor de Pan Liceo, al que después los romanos llamaron Inuo. Cuando estaban los jóvenes entregados a este juego, siendo como era una fiesta conocida, unos ladrones, airados por la pérdida de su botín, les tendieron una emboscada. Rómulo se defendió con energía, pero prendieron a Remo y lo entregaron cautivo al rey Amulio, con una acusación. Sobre todo les atribuían como delito que atacaban las tierras de Numitor, y que, con la banda de jóvenes que habían reunido, las saqueaban igual que un enemigo. Por tanto, Remo fue entregado a Numitor para que este lo castigase.
Resultado de imagen de lupercales




Se descubre el origen de los gemelos

Ya desde el principio, Fáustulo había tenido el presentimiento de que se criaban en su casa dos descendientes de la familia real; en efecto, sabía que unos niños habían sido abandonados por orden del rey y que el tiempo en el que él los recogió coincidía con ese hecho. Pero no había querido que tal origen se descubriera prematuramente, salvo que fuese oportuno o necesario. La necesidad llegó antes, así que, atemorizado, le descubrió la historia a Rómulo. Por casualidad, también a Numitor, que tenía preso a Remo y que había oído que tenía un hermano gemelo, relacionando su edad y su carácter nada propio de esclavos, le había venido a la mente el recuerdo de sus nietos. Después de preguntar, llegó a la misma conclusión y no estuvo lejos de reconocer a Remo.

Se derroca al rey Amulio

Así, por todos los lados, se trama una conspiración contra el rey Amulio. Rómulo, sin la compañía de los jóvenes (pues no estaba en condiciones para una lucha abierta), sino mandando a los pastores que acudieran por caminos distintos al palacio real en un momento determinado, atacó al rey. Con otro grupo que había juntado, vino en su ayuda Remo desde la casa de Numitor. De este modo mata al rey Amulio.

Numitor, al principio de la revuelta, repetía sin cesar que unos enemigos habían invadido la ciudad y que habían asaltado el palacio real, con lo cual desplazó a los guerreros de Alba Longa a la ciudadela para defenderla con las armas. Cuando vio que los jóvenes, después de matar al rey Amulio, se dirigían a él felicitándolo, reunió inmediatamente la asamblea del pueblo e hizo públicos los crímenes de su hermano contra él, el origen de sus nietos, cómo nacieron, cómo se criaron, cómo habían sido reconocidos; finalmente hizo pública la muerte del tirano, mostrándose él, Numitor, como responsable de la misma. Los jóvenes, entrando con su tropa por medio de la asamblea, proclamaron rey  a su abuelo Numitor; la multitud allí congregada lanzó un grito unánime, ratificando el título y el poder del rey.

(Trad. de Antonio Fontán, Madrid, Alma Mater, 1997; con modificaciones)

sábado, 17 de noviembre de 2012

RÓMULO Y REMO (I)

En la Historia de Roma desde su fundación (el título en latín es Ab urbe condita libri) de Tito Livio (64 o 59 a. C. - 17 d. C.) encontramos el siguiente relato (Libro I, caps. 3, 6 - 4):

Los reyes de Alba Longa

A continuación reina en Alba Longa el hijo de Ascanio, Silvio, quien había nacido casualmente en una selva. Este es padre de Eneas Silvio; este a su vez de Latino Silvio, el cual fundó algunas colonias, los llamados Latinos primitivos. Se mantuvo después el sobrenombre de Silvio para todos los que reinaron en Alba Longa. De Latino nació Alba; de Alba, Atis; de Atis, Capis; de Capis, Capeto; de Capeto, Tiberino, que se ahogó al atravesar el río Albula y por ello le dio al río su nombre célebre en el futuro, Tíber. A continuación reina Agripa, hijo de Tiberino; después de Agripa reina Rómulo Silvio, que recibe el trono de su padre. Este fue herido por un rayo, por lo que el reino pasó directamente a Aventino. Este, enterrado en la colina que es ahora una parte de la ciudad de Roma, dio su nombre a la colina. Después reina Proca. Este engendra a Numitor y a Amulio. A Numitor, que era el mayor de sus hijos, le entrega el antiguo reino de la familia Silvia. Pero pudo más la violencia que la voluntad paterna o el respeto a la edad: Amulio expulsó a su hermano y reinó en su lugar. Añade un crimen a otro crimen; eliminó a los hijos varones de su hermano y a la hija de este, Rea Silvia, la eligió sacerdotisa vestal, así, con el pretexto de honrarla con la virginidad perpetua, le quitó la esperanza de ser madre.

  
Nacimiento de los gemelos Rómulo y Remo

Pero, en mi opinión, era una exigencia del destino el nacimiento de una ciudad tan grande y el principio del imperio mayor del mundo después del poder de los dioses. La vestal, víctima de una violación, tuvo dos hijos gemelos y, bien porque ella lo creyera así, bien porque la complicidad de un dios dignificaba su falta, atribuyó a Marte la paternidad de su sospechosa descendencia. Pero ni los dioses ni los hombres la libraron a ella o a sus hijos de la crueldad del rey Amulio. La sacerdotisa fue apresada y metida en una cárcel. En cuanto a los niños el rey mandó que los arrojaran al curso del río. Por una casualidad, milagrosamente, el Tíber, desbordado por encima de sus orillas en suaves estanques, no permitía el acceso hasta el cauce normal de su corriente, pero a los que llevaban a los niños les daba la confianza de que estos se ahogarían, aunque el agua estuviera en calma. Así, creyendo cumplir la orden del rey, abandonan a los niños en la charca más cercana, donde está ahora la higuera Ruminal, llamada antes, según cuentan, Romular.

Marte y Rea Silvia (Rubens)

La loba

Había entonces grandes despoblados en esa región. Una tradición sostiene que cuando el agua, poco profunda, depositó en un lugar seco el cesto flotante donde estaban depositados los niños, una loba sedienta encaminó allí su carrera desde las montañas de alrededor, atraída por el llanto de los niños, y a estos les ofreció sus ubres, tan mansamente que el mayoral del ganado del rey - Fáustulo dicen que se llamaba - la encontró lamiéndolos con la lengua. Este los llevó a la majada y se los entregó a su esposa, Larencia, para que los criara. Hay otros que piensan que esta Larencia era llamada "loba" entre los pastores porque ejercía la prostitución, y que este hecho dio lugar a la leyenda maravillosa.

Resultado de imagen de loba capitolina




Adolescencia de los gemelos

Así nacidos y así criados, en cuanto tuvieron edad, incapaces por su carácter de quedarse en la majada o con el ganado, recorrían los bosques cazando. Con el vigor del cuerpo y del carácter adquirido en este ejercicio, bien pronto no solo hacían frente a las fieras, sino que asaltaban a los ladrones cargados de botín y distribuían su presa entre los pastores y compartían con ellos ocupaciones y diversiones, formando una banda de jóvenes que crecía día tras día.

(Trad. de Antonio Fontán, Madrid, Alma Mater, 1997; con modificaciones)

miércoles, 14 de noviembre de 2012

DÉDALO E ÍCARO

    El siguiente relato lo encontramos en las Metamorfosis (VIII 183 - 235) del poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.):

    Entretanto Dédalo comienza a aborrecer la isla de Creta y el largo destierro que en ella sufre; siente nostalgia de su tierra natal, pero se encuentra rodeado por el mar: "Aunque se me cierre el paso por tierra y por mar, al menos el cielo estará abierto; por ahí iré. Minos podrá ser dueño de todo, pero no del aire". 
    
    Así dijo, y se aplica a un arte hasta entonces desconocido, de tal manera que modifica la naturaleza. Coloca unas plumas en fila, ordenándolas de menor a mayor, de manera que parece que crecen en pendiente. De esa misma forma surgió un día la rústica zampoña con cañas desiguales. Después Dédalo sujeta con hilo las plumas centrales y con cera las laterales; una vez ensambladas de esta forma, les da una pequeña curvatura que imite las alas de las aves de verdad.

La caída de Ícaro (Brueghel "el Viejo")

    Con él estaba su hijo, Ícaro. Sin saber que estaba tocando su propio peligro, con rostro risueño, tan pronto intentaba atrapar las plumas que se llevaba una brisa pasajera, como ablandaba la blanca cera con el pulgar y con su juego estorbaba el admirable trabajo de su padre.

    Cuando Dédalo le dio el último retoque a su obra, balanceó su propio cuerpo con ambas alas y, agitándolas, se suspendió en el aire. Aleccionó también a su hijo, diciéndole: "Te advierto, Ícaro, que debes volar a media altura, para evitar que las olas del mar empapen tus alas si vuelas demasiado bajo y que el calor del sol las queme si vas demasiado alto; vuela entre el mar y el cielo. Te aconsejo que no mires al Boyero ni a la Hélice ni tampoco a la espada desnuda de Orión; ¡vuela detrás de mí!".

    Mientras le da instrucciones de cómo debe volar, le ajusta las extrañas alas sobre los hombros. Las mejillas del anciano Dédalo se cubrían de lágrimas y temblaban sus manos de padre; dio a su hijo besos que no volvería a dar y, elevándose con sus alas, vuela delante, muy preocupado por su acompañante, como el ave que desde el alto nido ha lanzado a los aires a su polluelo, y le anima a seguirle y le instruye en el difícil arte de volar y agita él mismo sus alas y se vuelve a mirar las de su hijo.

    Algún pescador mientras capturaba peces con temblorosa caña, algún pastor apoyado en su bastón, o algún labrador sujetando el arado, los vieron y se quedaron atónitos, creyendo que eran dioses, puesto que podían surcar los cielos. Y ya tenían a su izquierda Samos, la isla de Juno (las islas de Delos y Paros las habían dejado atrás), y a la derecha Lebinto y Calimna, rica en miel, cuando el muchacho empezó a recrearse en su atrevido vuelo, abandonó al que era su guía y, llevado por sus ansias de cielo, remontó el vuelo.

Dédalo e Ícaro

    La proximidad del sol abrasador ablanda la aromática cera que sujetaba las plumas. La cera se derritió: Ícaro agita sus brazos desnudos, pero, desprovisto de alas, no puede mantenerse en el aire. Aquella boca que gritaba el nombre de su padre es engullida por las azuladas aguas, que por él tomaron el nombre de mar de Ícaro.

    Su desdichado padre, que no lo era ya, gritó: "Ícaro, Ícaro, ¿dónde estás? ¿En qué lugar debo buscarte?". "¡Ícaro!" gritaba; finalmente vio las plumas sobre las olas y maldijo su inventiva. Depositó el cuerpo de su hijo en un sepulcro y aquella tierra fue llamada Icaria, con el nombre del sepultado.

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)

martes, 13 de noviembre de 2012

MEDUSA

    El poeta griego Hesíodo (s. VII a. C.), en su Teogonía (versos 270 - 283) nos da la siguiente información:

    " A su vez Ceto, unida a Forcis, engendró a las Grayas de hermosas mejillas, criaturas canosas desde su nacimiento, por lo que tanto los dioses inmortales como los hombres que caminan sobre la tierra las llaman Viejas. También engendraron a Penfredo de hermoso peplo, a Enío de peplo azafranado y a las Górgonas, que viven más allá del ilustre Océano, en el confín de la noche, donde viven las Hespérides de sonora voz: Esteno, Euríala y Medusa, que padeció un triste destino.

    Medusa era mortal, mientras que las otras dos eran inmortales y no sujetas a la vejez. Pero solo con Medusa se unió Posidón el de azulada cabellera, en un suave prado entre flores primaverales.

    Y cuando Perseo le separó a Medusa la cabeza del cuello, surgió de dentro el gran Crisaor y el caballo Pégaso, el cual recibió este nombre por haber nacido junto a las fuentes del Océano; Crisaor recibió tal nombre por tener en sus manos una espada de oro. Y Pégaso, remontando el vuelo, abandonó la tierra, madre de rebaños, y fue hacia los Inmortales, y habita en los palacios de Zeus, llevando el trueno y el rayo al prudente Zeus".

(Trad. de Mª Antonia Corbera, Madrid, Akal, 1990; con modificaciones)



    Por su parte, Apolodoro (s. II d. C.) en su Biblioteca mitológica (Libro II 39 - 42) narra lo siguiente:

    "Perseo se echó alrededor del cuello las alforjas, ajustó las sandalias a los tobillos y se puso el yelmo en la cabeza, con el cual podía ver a los que quería, pero sin ser visto por los demás. Tomó también de Hermes una hoz de acero, echó a volar y llegó al Océano, sorprendiendo a las Górgonas dormidas. Eran estas Esteno, Euríale y Medusa. La única mortal era Medusa. Por ello Perseo fue enviado a por su cabeza. Las Górgonas tenían cabezas rodeadas de escamosas espirales de serpientes, grandes dientes como de jabalíes, manos de bronce y alas de oro, gracias a las cuales volaban. Convertían en piedra a los que las miraban.

    Perseo, por tanto, se situó sobre ellas mientras dormían y, mientras Atenea guiaba su mano, se dio la vuelta y miró al escudo de bronce por medio del cual veía la imagen de la Górgona, y le cortó la cabeza. Una vez cortada la cabeza, salió volando del cuello de la Górgona el caballo alado Pégaso y Crisaor, el padre de Geriones. A estos los había engendrado de Posidón. Entonces Perseo metió en las alforjas la cabeza de Medusa y emprendió el regreso. Pero las Górgonas se despertaron del sueño y empezaron a perseguirlo; sin embargo, no podían verlo gracias al yelmo, que lo hacía invisible".

(Trad. de José Calderón Felices, Madrid, Akal, 1987; con modificaciones)


    El poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.) en sus Metamorfosis (IV 779 - 804) recoge lo siguiente:

    " Perseo contó cómo había llegado a la morada de las Górgonas; por todas las partes, por campos y caminos, había visto estatuas de hombres y animales, convertidos de lo que eran en piedras después de haber visto a Medusa. Perseo, sin embargo, había mirado la cara de la horrenda Medusa reflejado en el bronce del escudo que llevaba en la mano izquierda; mientras un profundo sueño embargaba a las culebras y a ella misma, le arrancó la cabeza del cuello y de su sangre nacieron Pégaso, fugaz con sus alas, y su hermano. [...] Perseo calló antes de lo esperado; uno de los nobles tomó la palabra para preguntarle por qué solo una de las hermanas tenía serpientes mezcladas con sus cabellos. El extranjero dijo: "Pues preguntas algo digno de contarse, he aquí la respuesta. Medusa era la que tenía una figura más hermosa y el partido codiciado por muchos, y en toda ella no había parte más admirable que sus cabellos; he conocido a quien dijo haberla visto. El soberano del mar, Neptuno, - cuentan - la deshonró en el templo de Minerva; esta hija de Júpiter se dio la vuelta y se cubrió su casto rostro con la égida. Pero para que el hecho no quedara impune, cambió la cabellera de Medusa en feas culebras".

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)

lunes, 12 de noviembre de 2012

HÉRCULES Y GERIONES

El décimo trabajo de Hércules

 Apolodoro (s. II d. C.) en su Biblioteca mitológica (Libro II 106 - 112) nos ofrece el siguiente relato:

    " El décimo trabajo impuesto fue traer las vacas de Geriones desde Eritia. Eritia era una isla situada cerca del océano Atlántico, isla a la que ahora llaman Gadira. La habitaba Geriones, hijo de Crisaor y de Calírroe, la hija del Océano: tenía Geriones la corpulencia de tres hombres juntos, fundidos en uno por la cintura, pero separados en tres a partir de los flancos y de los muslos.Este poseía unas vacas rojizas, cuyo boyero era Euritión y cuyo guardián era Orto, el perro de dos cabezas, nacido de Equidna y de Tifón. 

Hércules contra Geriones


    Así pues, Hércules iba por las vacas de Geriones a través de Europa; después de exterminar muchos animales salvajes, llegó a Libia y, tras llegar a Tarteso, alzó como marca de su paso dos columnas simétricas sobre los montes de Europa y de Libia. Abrasado por Helio durante el camino, montó el arco contra este dios, que, admirado por su valor, le entregó una copa de oro, en la que cruzó el Océano. Llegó entonces a Eritia y acampó en el monte Abante.

    En cuanto el perro sintió a Hércules, se lanzó contra él, pero Hércules lo golpeó con la maza y, a continuación, mató al boyero Euritión, que había acudido en ayuda del perro. Sin embargo, Menetes, que estaba apacentando allí las vacas de Hades, comunicó a Geriones lo que había sucedido. Este encontró a Hércules junto al río Antemunte mientras se llevaba las vacas, trabó combate con él y murió asaeteado.

    Hércules embarcó las vacas en la copa y navegó hacia Tarteso; después le devolvió la copa a Helio. Después de atravesar Abderia, llegó a Liguria, en donde Yalebíon y Dercino, hijos de Posidón, le robaron las vacas; pero Hércules los mató y marchó a través de Tirrenia. Desde Regio un toro se separó del rebaño, se arrojó rápidamente al mar, echó a nadar hacia Sicilia y llegó al llano de Érix, quien reinaba sobre los élimos. Érix, que era hijo de Posidón, mezcló el toro con sus rebaños particulares. Por tanto, Hércules, después de confiarle las vacas a Hefesto, salió rápidamente en su búsqueda. Cuando lo encontró entre los rebaños de Érix, este le dijo que no se lo daría si no lo vencía en la lucha. Hércules se impuso en el enfrentamiento por tres veces y lo mató, recogió el toro con el resto del ganado y lo condujo hacia el mar Jonio.


    Cuando llegó a las ensenadas de ese mar, Hera lanzó un tábano sobre las vacas, que se dispersaron por las estribaciones de Tracia. Hércules las persiguió y recuperó una parte; a esta parte la guió hacia el Helesponto. Las vacas que quedaron abandonadas se asilvestraron posteriormente. Después de recoger el ganado a duras penas, se lo reprochó al río Estrimón e hizo innavegable su cauce, que antes era navegable, rellenándolo de piedras.
    
    Por fin le llevó las vacas a Euristeo, se las entregó y este las sacrificó a Hera."

(Trad. de José Calderón Felices, Madrid, Akal, 1987; con modificaciones)


domingo, 11 de noviembre de 2012

HÉRCULES EN EL JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES

En la Biblioteca mitológica de Apolodoro, autor del siglo I o II d. C. (Libro II 113 - 121) leemos lo siguiente:

    "Terminados los ocho trabajos en ocho años y un mes, como Euristeo no aceptó el trabajo de los rebaños de Augias y el de la hidra, le ordenó un undécimo trabajo: traer las manzanas de oro de las Hespérides. Estas no se hallaban en Libia, como algunos dicen, sino en el monte Atlas entre los hiperbóreos. Se las había regalado Gea a Zeus después de casarse con Hera. Las vigilaba un dragón inmortal, hijo de Tifón y Equidna, con cien cabezas; utilizaba voces diversas y cambiantes. Junto con él vigilaban las Hespérides Egle, Eritia, Hesperia y Aretusa.

    Por tanto Hércules llegó caminando al río Equedoro. Allí lo desafió a un combate singular Cicno, hijo de Ares y Pirene. Ares defendía a Cicno a la vez que arbitraba el combate; finalmente un rayo que cayó en medio de ambos dirimió la contienda.
Después Hércules marchó a través de Iliria y, apresurándose hacia el río Erídano, llegó junto a las ninfas, hijas de Zeus y de Temis. Estas le revelaron dónde se hallaba Nereo. Después de que Hércules atrapó a Nereo mientras dormía, a pesar de que adoptaba todo tipo de formas, lo ató y no lo soltó hasta averiguar por él en dónde podría encontrar las manzanas y a las Hespérides. 

  


    Una vez que lo averiguó, atravesó Libia, región que gobernaba un hijo de Posidón, Anteo, quien mataba a los extranjeros obligándolos a pelear. Y así Hércules, viéndose obligado a pelear con él, lo levantó haciéndole una presa y, reteniéndolo en lo alto, lo estranguló hasta matarlo; pues sucedía que cuando Anteo tocaba la tierra se fortalecía (por ello decían algunos que era hijo de la tierra).

    Después de Libia atravesó Egipto. Reinaba allí Busiris, hijo de Posidón y Lisianasa, hija de Épafo. Este sacrificaba a los extranjeros en el altar de Zeus según le había indicado cierto oráculo. Pues se había apoderado de Egipto una sequía de nueve años y Frasio, un inteligente adivino que había venido de Chipre, dijo que la sequía se terminaría si sacrificaban cada año a Zeus un hombre extranjero. Por tanto, Busiris sacrificó en primer lugar a aquel adivino y luego a los extranjeros que se presentaban. Hércules fue apresado y fue llevado a los altares, pero logró romper las ataduras, mató a Busiris y a su hijo Anfidamante.

    Tras atravesar Asia, llegó a Termidras, el puerto de los lindios. Soltó a uno de los toros del carro de un boyero, lo sacrificó y ofreció un banquete. El boyero, incapaz de defenderse, se detuvo en una colina y profirió una maldición. Por ello, hasta el día de hoy, cuando se ofrece un sacrificio a Hércules, se hace mediante maldiciones.

    Después de atravesar Arabia, mató a Ematión, hijo de Titono. A continuación llegó, a través de Libia, hasta el océano Atlántico, recibió la copa de Helio y cruzó hacia el continente de enfrente. Allí mató con sus flechas al águila que devoraba el hígado de Prometeo sobre el Cáucaso y lo liberó. Y después de escoger como atadura la corona de olivo, le ofreció a Zeus la vida de Quirón, quien, pese a ser inmortal, quiso morir en lugar de Prometeo.




    Finalmente Hércules llegó a los hiperbóreos ante Atlante. Prometeo le había dicho que no fuera personalmente por las manzanas, sino que, después de relevar a Atlante en el soporte de la bóveda celeste, enviara a este. Obedeció Hércules el consejo de Prometeo y relevó a Atlante en la sujeción de la bóveda celeste. Atlante, después de coger tres manzanas de las Hespérides, se presentó ante Hércules y, como no quería volver a soportar la bóveda, [le dijo que él mismo le llevaría las manzanas a Euristeo, mientras Hércules soportaba la bóveda. Hércules solamente respondió que, para sujetar la bóveda más cómodamente,] deseaba ponerse una almohadilla en la cabeza. Cuando oyó esto, Atlante dejó las manzanas en el suelo y recibió la bóveda celeste. Entonces Hércules cogió las manzanas y se alejó. Algunos dicen que no las consiguió por medio de Atlante, sino que recogió él mismo las manzanas, tras matar a la serpiente que las guardaba.

    Y, habiendo llevado las manzanas a Euristeo, se las entregó. Este las recibió y se las regaló a Hércules, quien se las concedió a Atenea. Esta las llevó de nuevo a su sitio, pues no estaba permitido que se depositasen en cualquier otra parte".

(Trad. de José Calderón Felices, Madrid, Akal, 1987; con modificaciones)