jueves, 22 de noviembre de 2012

FAETÓN (IV)

Sigue el relato de las Metamorfosis (II 260 - 366 ) de Ovidio:

Sigue la catástrofe. La Tierra pide auxilio

Todo el suelo salta en pedazos; por las grietas penetra la luz hasta el Tártaro y espanta a Hades, el rey infernal, y a su esposa Prosérpina. El mar se encoge; lo que antes era un océano ahora es un campo de arena. Los montes que cubría el mar profundo salen a la superficie y engrosan el número de las islas Cícladas. Los peces buscan las profundidades, y los curvos delfines no se atreven a elevarse sobre las aguas hacia los aires, como solían. Cuerpos de focas flotan panza arriba y sin vida en la superficie del mar; se cuenta que incluso el mismísimo Nereo, Doris y sus hijas se ocultaron en cuevas... ¡de aguas templadas! Tres veces se atrevió Neptuno a sacar por encima de las aguas sus brazos y su rostro enojado, tres veces no pudo soportar el aire abrasador.

Pero la Tierra que nos alimenta, rodeada como estaba por el océano, entre las aguas del mar y las fuentes que por todas partes se habían retirado y escondido en las entrañas de su tenebrosa madre, reseca hasta el cuello, alzó su rostro oculto, se puso su mano sobre la frente y, sacudiéndolo todo con un gran temblor, se agachó un poco y se situó más bajo que de costumbre, y con voz seca habló así: "Si es tu voluntad y lo he merecido, ¿por qué se hacen esperar tus rayos, Júpiter? Si he de perecer por la violencia del fuego, concédeme perecer por tu fuego y sé tú el causante de mi infortunio. A duras penas puedo abrir mi boca para pronunciar estas palabras" - el bochorno le cerraba la boca -; "¡mira, fíjate en mis cabellos chamuscados y en el montón de pavesas que hay sobre mis ojos y sobre mi rostro! ¿Esta es la recompensa, este es el premio con el que pagas mi fertilidad y mis servicios, como soportar las heridas del curvo arado y de los rastrillos, y sufrir tormentos el año entero, o como suministrar forraje y tiernos pastos al ganado, cosechas al género humano, incluso inciensos a los dioses? Pero, suponiendo que yo merezco la destrucción, ¿qué mal han hecho las aguas, qué mal ha hecho tu hermano Neptuno? ¿Por qué decrecen los mares que le tocaron en suerte y se alejan tanto del cielo? Y si el afecto por tu hermano y por mí no te conmueve, ¡al menos ten piedad de tu propio cielo! Mira a ambos lados; los dos polos ya están humeando; si el fuego llega a dañarlos, se derrumbará vuestro palacio. Ahí tienes al propio Atlante en apuros; apenas puede sostener sobre los hombros la bóveda celeste en llamas. Si los mares, la tierra y el aire desaparecen, volveremos al antiguo caos. Salva de las llamas lo que queda en pie, y protege el universo". Esto dijo la Tierra - pues no pudo soportar el bochorno por más tiempo ni seguir hablando - y replegó su cabeza hacía sí y hacia las grutas cercanas a los manes.


Intervención de Júpiter

Júpiter, el padre todopoderoso, tras poner por testigos a los dioses y al mismo que había concedido el carro, de que si él no acude en socorro, todo se destruiría con funesto destino, sube a la elevada fortaleza, desde donde suele lanzar las nubes sobre la vasta tierra, desde donde descarga los truenos y blande y arroja los rayos. Pero entonces no tenía nubes que lanzar sobre la tierra ni lluvias que enviar desde el cielo; truena y, blandiendo un rayo junto a su oreja derecha, lo lanzó contra el conductor, arrojándolo de la vida y del carro, y con cruel fuego apagó el fuego. Se espantan los caballos y, dando un salto en sentido contrario, liberan sus cuellos del yugo y abandonan las riendas, ya rotas. Allí está tirado el bocado, allí el eje descuajado de la lanza, por aquí los radios de las ruedas destrozadas y por todas partes hay restos del carro hecho pedazos.

Final de Faetón

Faetón, con las llamas devorándole sus rubios cabellos, rueda en el vacío y recorre por los aires un largo trayecto, tal como a veces una estrella, aunque no llega a caer, puede parecer que ha caído del cielo sereno. Lejos de su patria, en el rincón opuesto del mundo, lo acoge el gigantesco  río Erídano y le lava su tiznado rostro. Aún humeando por tres lenguas de fuego, las náyades de Hesperia le dan sepultura a su cuerpo y graban en piedra el siguiente epitafio: AQUÍ YACE FAETÓN, CONDUCTOR DEL CARRO DE SU PADRE; AUNQUE NO FUE CAPAZ DE GOBERNARLO, AL MENOS MURIÓ POR SU GRAN OSADÍA.

Duelo de sus padres

Ya el Sol, su desdichado padre, había escondido el rostro, desencajado por un intenso dolor y, si damos crédito a la leyenda, transcurrió un día sin sol: los incendios daban luz, y de este modo alguna utilidad hubo en aquel desastre. Por su parte, su madre, Clímene, después de decir todo lo que hay que decir en tan gran desgracia, de luto, fuera de sí y desgarrándose el pecho, recorrió el mundo entero. Busca primero los miembros inertes de su hijo, luego los huesos... y los halló, eso sí, enterrados en una ribera extranjera. Se arrodilló en aquel lugar y, tras leer el nombre sobre el mármol, lo regó de lágrimas y le dio calor con su pecho desnudo.

Duelo y metamorfosis de sus hermanas, las Helíades

No le lloran menos sus hermanas, las Helíades, y, vana ofrenda para un muerto, derraman lágrimas, se golpean sus pechos con las manos, llaman día y noche a Faetón -quien nunca podrá oír sus lastimeras quejas - y se arrodillan ante su tumba. Cuatro veces había completado la Luna su esfera juntando sus cuernos; ellas, siguiendo su costumbre (pues la práctica ya se había hecho costumbre), estuvieron entregadas al llanto. Una de ellas, Faetusa, la mayor de las hermanas, al querer arrodillarse en la tierra, se quejó de que sus pies estaban rígidos. Al intentar acercarse a ella, la brillante Lampetie se ve frenada de repente por una raíz; la tercera, cuando quería mesarse el pelo con sus manos, arrancó hojas; la una se lamenta de que un tronco ocupa el lugar de sus piernas, la otra de que sus brazos se han transformado en largas ramas. Mientras se maravillan de esto, una corteza rodea sus ingles y poco a poco envuelve su vientre, su pecho, sus hombros y sus manos; solo quedaban las bocas, que llamaban a su madre. ¿Qué puede hacer la madre, salvo ir acá y allá, adonde le arrastran sus impulsos, y darles besos, mientras puede? No le basta; intenta arrancar sus cuerpos de los troncos y con sus manos rompe las tiernas ramas, pero de ellas manan, como de una herida, gotas de sangre. "Detente, madre, por favor" - gritan todas las que están heridas - "detente, por favor; es mi cuerpo lo que desgarras en el árbol. Y ahora, adiós". La corteza de álamo negro selló sus últimas palabras. De ellas fluyen lágrimas, y se endurece al sol el ámbar que gotea de sus ramas nuevas, ámbar que el transparente río recoge y envía a las jóvenes latinas para que lo luzcan.


Metamorfosis de las Helíades


(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)

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