miércoles, 21 de noviembre de 2012

FAETÓN (III)

Continúa el relato de las Metamorfosis (II 150 - 259) de Ovidio:

Faetón toma el carro

Pero Faetón, con su cuerpo juvenil, toma posesión del ligero carro, se monta en él, se alegra de coger en sus manos las ligeras riendas y da luego gracias a su reacio padre. Mientras tanto, los veloces Pirois, Eoo, Etón y, en cuarto lugar, Flegonte, los caballos del Sol, llenan los aires con relinchos de fuego y golpean con sus patas las barreras. Después de que Tetis, desconocedora del destino de su nieto, las retiró y los caballos tuvieron libre el paso de acceso al inmenso cielo, emprendieron su veloz camino; galopando por el firmamento, atraviesan las nubes y, elevándose con sus alas, dejan atrás a los euros, vientos que partieron de la misma región.

La gran catástrofe

Pero la carga era ligera e irreconocible para los caballos del Sol, y el yugo no tenía su peso habitual. Igual que cabecean las curvas naves que no tienen su debido peso, arrastradas a la deriva por su excesiva ligereza, así el carro, que carece de la acostumbrada carga, da botes en el aire y sufre violentas sacudidas, como si el carro estuviera vacío. Cuando se dieron cuenta de quién era su conductor, los cuatro caballos se desbocan, abandonan el camino habitual y ya no corren con el orden de antes. Faetón se asusta, no sabe cómo dirigir las riendas que le habían sido confiadas y, aunque lo supiera, tampoco podría controlarlas.

Los caballos no reconocen al nuevo dueño...

Entonces por primera vez se calentaron con los rayos solares los helados Triones y en vano intentaron bañarse en el mar que les está vedado; la Serpiente que está situada junto al polo glacial, entumecida antes por el frío e inofensiva, se calentó y cobró con los ardores una rabia desconocida. También tú, Boyero, cuentan que huiste sobresaltado, a pesar de que eras lento y te frenaba tu carreta. Pero cuando desde lo más alto del cielo el desdichado Faetón avistó las tierras que se extendían muy al fondo, palideció, las rodillas le temblaron presas de un repentino temor, y entre tan gran luz aparecieron tinieblas en sus ojos. En ese momento deseó no haber tocado jamás los caballos de su padre; se arrepiente de haber comprobado su origen y de haber triunfado con sus súplicas; desea vivamente que se le llame hijo de Mérope, mientras es arrastrado igual que un barco empujado por el violento viento bóreas, cuyo piloto ha soltado el inútil timón, abandonándolo a los dioses y a las plegarias. ¿Qué hacer? Mucho cielo ha quedado a sus espaldas, pero ante sus ojos hay mucho más. Mide mentalmente ambos trechos; tan pronto mira a occidente, que el destino no le permitirá alcanzar, como vuelve su mirada hacia oriente. Sin saber qué hacer, queda paralizado y ni suelta las riendas ni es capaz de sujetarlas, ni conoce los nombres de los caballos. Espantado, ve además, diseminadas por el variado cielo, todo tipo de maravillas y de imágenes de fieras gigantescas.


Hay un lugar donde el Escorpión curva sus brazos en doble arco, y con la cola y las pinzas dobladas en ambos lados, extiende sus miembros en el espacio de dos signos. Cuando Faetón lo vio, empapado en el sudor de su negro veneno y amenazando herirle con su curvado aguijón, suelta las riendas, enloquecido por un helado terror. Cuando las riendas abandonadas tocaron las grupas de los caballos, estos se salen de la ruta y, desbocados, galopan por los aires de una región desconocida; se lanzan, sin freno, a donde les lleva su impulso. Arremeten contra las estrellas fijas en el elevado firmamento, arrastran el carro por lugares impracticables, y tan pronto se encaminan a las alturas, como por taludes y barrancos se dirigen a las proximidades de la tierra. La Luna se sorprende de que los caballos de su hermano galopen por debajo de los suyos. Las nubes, abrasadas, se evaporan. La tierra es pasto de las llamas, sobre todo en las regiones elevadas; la tierra se resquebraja, se agrieta y, privada de humedad, se seca. Los pastos blanquean, los árboles arden con sus hojas y los sembrados, resecos, proporcionan combustible para su propia ruina.

Me estoy quejando de cosas insignificantes; desaparecen grandes ciudades con sus murallas, los incendios convierten en cenizas naciones enteras junto con su población. Arden selvas y montes, arde el Atos, el Tauro de Cilicia, el Tmolo, el Oite, el Ida - ahora seco, antes rico en fuentes - y el virginal Helicón y el Hemo que antes no era de Eagro. Arde el Etna con fuegos redoblados hasta lo infinito, y el Parnaso de dos cimas, y el Érix, el Cinto y el Otris, y el Ródope, que por fin se verá libre de las nieves, el Mimante, el Díndima, el Mícale, y el Citerón, creado para el culto. Y de nada le sirven a la Escitia sus fríos; arde el Cáucaso, y el Osa junto con el Pindo, y, más alto que ambos, el Olimpo, y los encumbrados Alpes y el nuboso Apenino.

Faetón ve el mundo en llamas...

Entonces Faetón ve por todas partes el mundo en llamas; no soporta el calor sofocante; el aire que respira es hirviente, como si procediera del fondo de un horno; su carro, lo nota al rojo vivo, ya no puede soportar las cenizas y las pavesas que se desprenden. Por todas partes lo envuelve una abrasadora humareda y, como está envuelto en oscuras tinieblas, no sabe dónde está ni adónde se dirige y se ve arrastrado a capricho de los caballos voladores. Se cree que entonces tomaron los pueblos etíopes la tez morena porque la sangre les subió a la superficie del cuerpo; entonces la Libia se hizo un desierto, al arrebatarle el calor toda la humedad; entonces las ninfas, con los cabellos en desorden, lloraron por las fuentes y los lagos; en vano la región de Beocia busca la fuente de Dirce, Argos la de Amimone, Éfira las aguas de Pirene. Tampoco los ríos caudalosos quedan a salvo; se evaporó el Tanais en medio de sus ondas, y el Peneo y el Caíco de Teutrante y el rápido Ismeno junto con el foceo Erimanto y el Janto, que aún habría de arder de nuevo, y el rubio Licormas y el Meandro que juega con su curso sinuoso y el migdonio Melas y el Eurotas del Ténaro. Ardió también el babilonio Éufrates, ardió el Orontes y el veloz Termodonte y el Ganges y el Fasis y el Istro. Hierve el Alfeo, arden las orillas del Esperquío, el oro que arrastra el Tajo en su caudal se funde con el fuego; las aves fluviales, que con su canto poblaban las riberas de Meonia, se abrasaron en la mitad del Caistro. El Nilo huyó aterrorizado al confín del mundo y ocultó su cabeza, que aún hoy permanece escondida; sus siete bocas están vacías y polvorientas, sus siete cauces quedan sin agua que fluya. Idéntica catástrofe seca los ríos del Ísmaro, el Hebro y el Estrimón, y los de Hesperia, el Rin, el Ródano, el Po y el río al que estaba prometido el imperio del mundo, el Tíber.

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)

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