miércoles, 14 de noviembre de 2012

DÉDALO E ÍCARO

    El siguiente relato lo encontramos en las Metamorfosis (VIII 183 - 235) del poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.):

    Entretanto Dédalo comienza a aborrecer la isla de Creta y el largo destierro que en ella sufre; siente nostalgia de su tierra natal, pero se encuentra rodeado por el mar: "Aunque se me cierre el paso por tierra y por mar, al menos el cielo estará abierto; por ahí iré. Minos podrá ser dueño de todo, pero no del aire". 
    
    Así dijo, y se aplica a un arte hasta entonces desconocido, de tal manera que modifica la naturaleza. Coloca unas plumas en fila, ordenándolas de menor a mayor, de manera que parece que crecen en pendiente. De esa misma forma surgió un día la rústica zampoña con cañas desiguales. Después Dédalo sujeta con hilo las plumas centrales y con cera las laterales; una vez ensambladas de esta forma, les da una pequeña curvatura que imite las alas de las aves de verdad.

La caída de Ícaro (Brueghel "el Viejo")

    Con él estaba su hijo, Ícaro. Sin saber que estaba tocando su propio peligro, con rostro risueño, tan pronto intentaba atrapar las plumas que se llevaba una brisa pasajera, como ablandaba la blanca cera con el pulgar y con su juego estorbaba el admirable trabajo de su padre.

    Cuando Dédalo le dio el último retoque a su obra, balanceó su propio cuerpo con ambas alas y, agitándolas, se suspendió en el aire. Aleccionó también a su hijo, diciéndole: "Te advierto, Ícaro, que debes volar a media altura, para evitar que las olas del mar empapen tus alas si vuelas demasiado bajo y que el calor del sol las queme si vas demasiado alto; vuela entre el mar y el cielo. Te aconsejo que no mires al Boyero ni a la Hélice ni tampoco a la espada desnuda de Orión; ¡vuela detrás de mí!".

    Mientras le da instrucciones de cómo debe volar, le ajusta las extrañas alas sobre los hombros. Las mejillas del anciano Dédalo se cubrían de lágrimas y temblaban sus manos de padre; dio a su hijo besos que no volvería a dar y, elevándose con sus alas, vuela delante, muy preocupado por su acompañante, como el ave que desde el alto nido ha lanzado a los aires a su polluelo, y le anima a seguirle y le instruye en el difícil arte de volar y agita él mismo sus alas y se vuelve a mirar las de su hijo.

    Algún pescador mientras capturaba peces con temblorosa caña, algún pastor apoyado en su bastón, o algún labrador sujetando el arado, los vieron y se quedaron atónitos, creyendo que eran dioses, puesto que podían surcar los cielos. Y ya tenían a su izquierda Samos, la isla de Juno (las islas de Delos y Paros las habían dejado atrás), y a la derecha Lebinto y Calimna, rica en miel, cuando el muchacho empezó a recrearse en su atrevido vuelo, abandonó al que era su guía y, llevado por sus ansias de cielo, remontó el vuelo.

Dédalo e Ícaro

    La proximidad del sol abrasador ablanda la aromática cera que sujetaba las plumas. La cera se derritió: Ícaro agita sus brazos desnudos, pero, desprovisto de alas, no puede mantenerse en el aire. Aquella boca que gritaba el nombre de su padre es engullida por las azuladas aguas, que por él tomaron el nombre de mar de Ícaro.

    Su desdichado padre, que no lo era ya, gritó: "Ícaro, Ícaro, ¿dónde estás? ¿En qué lugar debo buscarte?". "¡Ícaro!" gritaba; finalmente vio las plumas sobre las olas y maldijo su inventiva. Depositó el cuerpo de su hijo en un sepulcro y aquella tierra fue llamada Icaria, con el nombre del sepultado.

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)

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