sábado, 25 de marzo de 2023

LOS DOCE TRABAJOS DE HÉRCULES (III)

 Presentamos la versión que ofrece el mitógrafo Higino (64 a. C. - 17 d. C.) sobre los trabajos de Hércules en sus Fábulas mitológicas (XXX):

1. Cuando era niño, mató con sus manos dos serpientes que Juno había enviado. De ahí que se le llame Primigenio.

2. Al león de Nemea, invulnerable, al que la Luna había criado en una cueva con dos salidas, lo mató y tomó su piel para cubrirse.

3. A la Hidra de Lerna, hija de Tifón, con sus nueve cabezas, la mató junto a la fuente de Lerna. La Hidra tenía tal capacidad de envenenamiento que mataba a los hombres con su aliento y si alguien pasaba junto a ella mientras dormía, aspiraba su rastro y moría de un modo tortuoso. Siguiendo las instrucciones de Minerva, la mató, la destripó e impregnó sus flechas con su veneno. Así pues, cualquier cosa que Hércules atravesaba después con sus flechas, no escapaba a la muerte. Incluso más tarde, él mismo murió en Frigia.


4. Mató al jabalí de Erimanto.

5. Condujo un ciervo salvaje de Arcadia, vivo, con sus cuernos de oro, ante el rey Euristeo.

6. A las aves estinfálides, que lanzaban sus plumas como dardos, las mató con sus flechas en la isla de Marte.

7. El estiércol de los bueyes del rey Augias lo limpió en un solo día, gracias en gran parte a la ayuda de Júpiter. Hizo entrar allí un río y así desapareció todo el estiércol.

8. Al toro con el que Pasífae se había acostado, lo condujo vivo desde la isla de Creta a Micenas.

9. A Diomedes, rey de Tracia, y a sus cuatro caballos que se alimentaban de carne humana, los mató con la ayuda de su siervo Abdero. Los nombres de los caballos eran Podargo, Lampón, Janto y Dino.

10. Mató a la amazona Hipólita, hija de Marte y de la reina Otrera, y le arrebató el cinturón. Entregó, entonces, la cautiva Antíope a Teseo.

11. A Gerión, el hijo de tres cuerpos de Crisaor, lo mató con una sola flecha.

12. A la serpiente monstruosa, hija de Tifón, que solía guardar las manzanas de oro de las Hespérides, la mató junto al monte Atlas y llevó las manzanas al rey Euristeo.

13. Al can Cerbero, hijo de Tifón, lo condujo desde los Infiernos ante el rey Euristeo.



(Traducción de Guadalupe Morcillo Expósito, Akal, Madrid, 2008; con modificaciones)

martes, 21 de marzo de 2023

LOS DOCE TRABAJOS DE HERACLES (II)

 Seguimos el relato de Apolodoro (siglo I o II d. C.) en su Biblioteca mitológica (libro II, 96 ss)

Octavo trabajo: las yeguas de Diomedes

    El octavo trabajo que le ordenó Euristeo fue llevar a Micenas las yeguas de Diomedes el tracio. Este era hijo de Ares y de Cirene. Reinaba sobre los bistones, un pueblo belicoso de Tracia. Tenía además unas yeguas comedoras de hombres. Por tanto, Heracles navegó junto con un grupo de seguidores voluntarios, redujo a los guardianes de los establos de las yeguas y condujo a estas hacia el mar.

    Pero los bistones acudieron en su ayuda con las armas y entonces Heracles le entregó las yeguas a Abdero para que las vigilara. Abdero era hijo de Hermes, locro de Opunte y amante de Heracles. Las yeguas arrastraron y destrozaron a Abdero.

    Heracles, luchando contra los bistones, mató a Diomedes y obligó a huir al resto. Después de fundar la ciudad de Abdera junto a la tumba del malogrado Abdero, Heracles le llevó las yeguas a Euristeo y se las entregó. Pero Euristeo las dejó libres; las yeguas marcharon hacia el monte llamado Olimpo y fueron exterminadas por las fieras.

Noveno trabajo: el cinturón de Hipólita

    Como noveno trabajo, Euristeo le ordenó a Heracles traer el cinturón de Hipólita. Esta reinaba sobre las amazonas, que habitaban a orillas del río Termodonte. Las amazonas eran una raza guerrera, practicaban ejercicios viriles y si alguna vez daban a luz después de unirse con un hombre, criaban solo a las hembras. Además se comprimían el pecho derecho para que no les impidiese disparar, pero conservaban el izquierdo por si criaban.

    Hipólita tenía el cinturón de Ares como símbolo de su primacía sobre todas las demás amazonas. En busca de ese cinturón fue enviado Heracles, pues la hija de Euristeo, Admete, deseaba tenerlo. Por tanto, tomando consigo unos compañeros voluntarios, Heracles navegó en una sola nave [...] Cuando Heracles arribó al puerto de Temiscira, se le presentó Hipólita, le preguntó por qué había venido y prometió entregarle el cinturón. 

    Pero Hera, haciéndose semejante a una de las amazonas, iba y venía entre ellas diciendo que los extranjeros recién llegados estaban raptando a la reina Hipólita. Entonces, las amazonas, armas en mano, atacaron a caballo la nave de Heracles. Cuando Heracles las vio armadas, creyendo que se trataba de una trampa, mató a Hipólita y le arrebató el cinturón y, después de combatir con las demás, se hizo a la mar y arribó a Troya. [...] Finalmente llevó el cinturón a Micenas y se lo entregó a Euristeo.

Décimo trabajo: las vacas de Geriones

    El décimo trabajo que se le impuso a Heracles fue traer las vacas de Geriones desde Eritia. Eritia era una isla situada cerca del Océano, que ahora llaman Gadira. La habitaba Geriones, hijo de Crisaor y de Calírroe, la hija de Océano. Geriones tenía la corpulencia de tres hombres juntos, fundidos en uno por la cintura, pero separados en tres a partir de los flancos y los muslos. Poseía unas vacas rojizas, cuyo boyero era Euritión y cuyo guardián era Orto, el perro de dos cabezas, nacido de Equidna y de Tifón. 

    Así pues, Heracles marchó en busca de las vacas de Geriones a través de Europa y, tras exterminar muchos animales salvajes, penetró en Libia. Después de llegar a Tarteso, alzó como marca de su paso dos columnas simétricas sobre los montes de Europa y de Libia. Abrasado por Helio durante el camino, Heracles montó el arco contra este dios, que, admirado por su valor, le entregó una copa de oro, en la que Heracles cruzó el Océano.

    Cuando llegó a Eritia, acampó en el monte Abante. En cuanto el perro Orto advirtió su presencia, se lanzó contra él, pero Heracles lo golpeó con la maza y mató también al boyero Euritión, que había corrido en ayuda del perro. Sin embargo, Menetes, que estaba apacentando allí las vacas de Hades, le comunicó a Geriones lo que había sucedido.

    Geriones encontró a Heracles junto al río Antemunte llevándose las vacas, trabó combate con él, pero murió asaeteado. Heracles entonces embarcó las vacas en la copa, navegó hacia Tarteso y le devolvió la copa a Helio.




    Después de atravesar Abderia, Heracles llegó a Liguria, en donde Yalebíon y Dercino, hijos de Posidón, le robaron las vacas, pero Heracles les dio muerte y avanzó a través de Tirrenia. 

    Desde Regio un toro se separó del rebaño, se arrojó al mar y echó a nadar hacia Sicilia. Tras cruzar la comarca vecina, llegó al llano de Érix, quien reinaba sobre los élimos. Érix, que era hijo de Posidón, mezcló ese toro con sus rebaños particulares. Así que Heracles le confió las vacas a Hefesto y salió en busca del toro. Cuando lo encontró entre los rebaños de Érix, este le dijo que no se lo daría si no lo vencía en la lucha. Heracles se impuso en el enfrentamiento por tres veces y acabó matando a Érix. Recogió el toro con el resto del ganado y lo llevó al mar Jonio.

    Cuando llegó a las ensenadas del mar Jonio, Hera lanzó un tábano sobre las vacas, que se dispersaron por las estribaciones de Tracia. Heracles las persiguió, recuperó una parte y las guio hacia el Helesponto. Las vacas que quedaron abandonadas se asilvestraron posteriormente. Después de recoger el ganado con gran dificultad, Heracles se lo reprochó al río Estrimón e hizo innavegable un cauce que antes era navegable rellenándolo de piedras.

    Por fin, llevó las vacas a Euristeo, se las entregó y Euristeo las sacrificó en honor de Hera.

Undécimo trabajo: las manzanas de oro de las Hespérides

    Terminados los trabajos en ocho años y un mes, como Euristeo no aceptó el trabajo de los rebaños de Augias ni el de la hidra, le ordenó un undécimo trabajo: traer las manzanas de oro de las Hespérides. Estas manzanas no se hallaban en Libia, como dicen algunos, sino junto a Atlas entre los hiperbóreos. Tales manzanas se las había regalado Gea a Zeus cuando este se casó con Hera. Las vigilaba un dragón inmortal, hijo de Tifón y de Equidna, con cien cabezas y que utilizaba voces diversas y cambiantes. Junto con él vigilaban las Hespérides: Egle, Eritia, Hesperia y Aretusa. [...]

    Heracles atravesó Iliria y, dirigiéndose hacia el río Erídano, llegó junto a las ninfas, hijas de Zeus y de Temis. Estas le revelaron dónde estaba Nereo. Heracles atrapó a Nereo mientras domía y, a pesar de que Nereo adoptaba todo tipo de formas, Heracles lo ató y no lo soltó hasta averiguar por él dónde podría encontrar las manzanas y a las Hespérides. [...]

    Heracles llegó a los hiperbóreos ante Atlas. Prometeo le había dicho a Heracles que no fuera personalmente por las manzanas, sino que relevara a Atlas en el soporte de la bóveda celeste y que enviara a este. Heracles obedeció y relevó a Atlas. Atlas cogió tres manzanas de las Hespérides, se presentó ante Heracles y, como no quería volver a soportar la bóveda celeste, < le dijo a Heracles que él en persona le llevaría las manzanas a Euristeo. Heracles advirtió el engaño y le dijo a Atlas que soportara la bóveda un momento, pues > deseaba ponerse una almohadilla en la cabeza.




    Al oír esto, Atlas dejó las manzanas en el suelo y cogió la bóveda celeste. Entonces Heracles recogió las manzanas y se fue corriendo. Algunos dicen que Heracles no consiguió las manzanas con la ayuda de Atlas, sino que las recogió él mismo después de darle muerte a la serpiente que las guardaba.

    Heracles le llevó las manzanas a Euristeo y se las entregó. Euristeo, una vez que las recibió, se las regaló a Heracles, quien, a su vez, se las entregó a Atenea, la cual las llevó de nuevo a su sitio, pues no estaba permitido que se depositaran en cualquier otra parte.

Duodécimo trabajo: el can Cerbero

    El duodécimo trabajo que Euristeo le ordenó a Heracles fue traer a Cerbero desde el Hades. Cerbero tenía tres cabezas de perro y cola de dragón, y por el lomo tenía cabezas de todo tipo de serpientes. [...]

    Heracles se presentó después en Ténaro de Laconia, donde se halla la boca de bajada al Hades, y bajó por ella. Cuando las almas lo vieron, huyeron, excepto las almas de Meleagro y la de la Gorgona Medusa. Heracles desenvainó la espada contra la Gorgona como si estuviera viva, pero supo por Hermes que solo era una forma vacía.

    Cuando se hallaba ya cerca de las puertas de Hades, encontró a Teseo y a Pirítoo, quien había pretendido en matrimonio a Perséfone y por esta causa había sido encarcelado. Cuando estos vinieron ante Heracles, le tendieron las manos como si fueran a ser resucitados por su fuerza. Entonces Heracles tomó a Teseo de la mano y lo sacó. Pero, queriendo subir también a Pirítoo, tembló la tierra y tuvo que soltarlo. [...]




    Después Heracles le pidió a Plutón que le permitiera llevarse a Cerbero. Plutón le dijo que se lo llevaría si lograba reducir al perro sin las armas que llevaba. Así, cuando Heracles encontró a Cerbero a las puertas del Aqueronte, resguardado por la coraza y totalmente cubierto por la piel del león, le echó a Cerbero las manos alrededor de la cabeza, lo apresó y no lo soltó, estrangulando a la fiera hasta que esta cedió, a pesar de que Heracles fue mordido por una de las serpientes que tenía Cerbero en la cola. Tras apresar al perro, Heracles lo fue subiendo hasta llegar a Trecén. [...] Heracles le mostró a Euristeo el perro Cerbero y después lo devolvió de nuevo al Hades.

(Traducción de José Calderón Felices, Akal, Madrid, 1987; con modificaciones)

lunes, 20 de marzo de 2023

LOS DOCE TRABAJOS DE HERACLES (I)

    Seguimos el relato que ofrece Apolodoro (siglo I o II d. C.) en su Biblioteca mitológica (libro II, 72ss) 

Tras la batalla con los minias, a Heracles le sucedió que se volvió loco a causa de los celos de Hera y arrojó al fuego a sus propios hijos, que había tenido con Mégara, y también arrojó a los dos de Ificles. Por ello, se autocondenó al destierro, fue purificado por Tespio y se fue a Delfos a preguntar al dios Apolo en dónde vivir. La Pitia le dio entonces por primera vez el nombre de Heracles; hasta ese momento se había llamado Alcides.

    Dicen que Heracles vivió en Tirinto al servicio de Euristeo durante doce años y que cumplió los diez trabajos impuestos y se dice asimismo que, después de realizar esos trabajos, habría de ser inmortal. Oído esto, Heracles se fue a Tirinto y cumplió con lo que le había ordenado Euristeo.

Primer trabajo: el león de Nemea

    En primer lugar, Euristeo le ordenó traer la piel del león de Nemea. Este animal era invulnerable y había sido engendrado por Tifón. [...] Heracles llegó entonces a Nemea y buscó al león. Tras encontrarlo, en primer lugar lo asaeteó. Pero cuando comprendió que el león era invulnerable, empezó a perseguirlo maza en alto. Al meterse el león en una caverna de doble boca, Heracles taponó una de las entradas y se metió por la otra en busca de la fiera, a la que atrapó rodeándole el cuello con una mano. Heracles apretó hasta estrangular al león. Se lo echó a los hombros [...] y llevó el león a Micenas. 

    Euristeo, atónito por su valor, le prohibió que en adelante entrase en la ciudad y le ordenó exponer ante las puertas de la misma sus trabajos. Dicen que, por miedo, Euristeo se había preparado una tinaja de bronce escondida bajo tierra y que, enviando un mensajero, Copreo, hijo de Pélope el eleo, le ordenó los trabajos. [...]



Segundo trabajo: la hidra de Lerna

    Como segundo trabajo, Euristeo le ordenó matar a la hidra de Lerna. Esta, criada en el pantano de Lerna, salía al llano y asolaba los rebaños y la comarca. Tenía la hidra un cuerpo enorme con nueve cabezas, ocho mortales y la del medio, inmortal. Heracles se subió al carro, guiado por Yolao, y se presentó en Lerna. Detuvo los caballos y encontró a la hidra en una colina, junto a las fuentes de Amimone, en donde se hallaba su madriguera. 

    Heracles obligó a salir a la hidra lanzándole flechas incendiadas y, al hacerlo, la agarró fuertemente y la sometió. Pero ella se enrolló en uno de sus pies y se aferró a él. Nada podía conseguir Heracles golpeando las cabezas de la hidra con la maza, pues de cada cabeza golpeada crecían de nuevo otras dos. Entonces, vino en socorro de la hidra un cangrejo enorme que le mordió a Heracles en un pie, pero este mató al cangrejo y llamó en su auxilio a Yolao, quien incendió parte de un bosque cercano y abrasó con tizones las cabezas de la hidra que brotaban, impidiéndolas salir. 



    De esta manera Heracles resultó vencedor de las cabezas que renacían y, después de cortar la que era inmortal, la enterró y le puso encima una pesada piedra junto al camino que lleva a través de Lerna hacia Eleunte. Además, abrió el cuerpo de la hidra y bañó las flechas en su bilis. Sin embargo, Euristeo le dijo que este trabajo no se podía contar entre los diez, porque no había vencido a la hidra solo, sino con la ayuda de Yolao.

Tercer trabajo: la cierva de Cerinia

    Como tercer trabajo, Euristeo le ordenó traer viva a Micenas la cierva de Cerinia. La cierva, de cuernos de oro, se hallaba en Énoe y estaba consagrada a Ártemis. Por ello, Heracles no quiso ni matarla ni herirla y así la persiguió durante todo un año. El animal, cansado por la persecución, se refugió en un monte llamado Artemisio, siguió hasta el río Ladón y, cuando estaba a punto de cruzarlo, Heracles le disparó y logró atraparlo. Se echó la cierva a los hombros y se apresuró a cruzar Arcadia.



    Pero Ártemis, junto con Apolo, se encontró con Heracles y le quitó la cierva, reprochándole que hubiera intentado matar un animal consagrado a ella. Heracles pretextó necesidad, diciendo que el causante de todo había sido Euristeo, y así apaciguó la cólera de la diosa y llevó el animal vivo a Micenas.

Cuarto trabajo: el jabalí de Erimanto

    Como cuarto trabajo, Euristeo le ordenó traer vivo el jabalí de Erimanto. Esta fiera asolaba la Psófide, precipitándose desde un monte que llaman Erimanto. [...] Heracles a base de gritos hizo que el jabalí saliera de una espesura y lo lanzó aturdido hacia la espesa nieve. Así lo apresó y se lo llevó a Micenas.

Quinto trabajo: los establos de Augias

    Como quinto trabajo, Euristeo le ordenó sacar el estiércol de los rebaños de Augias en un solo día. Augias era el rey de Élide, hijo de Helio, según dicen unos, o de Posidón, según otros, o de Forbante, según algunos otros. Augias tenía muchos rebaños de ganado. Heracles se presentó ante él y, sin revelarle el mandato de Euristeo, le aseguró que en un día sacaría el estiércol si le daba una décima parte de sus rebaños. Augias, no creyéndolo posible, se lo prometió.

    Heracles tomó por testigo al hijo de Augias, Fileo. Abrió una brecha en los cimientos del establo, desvió los ríos Alfeo y Peneo, que pasaban muy cerca, y los introdujo por la brecha, después de hacer un desagüe como salida. Cuando Augias se enteró de que había hecho esto por mandato de Euristeo, no pagó la retribución e incluso negó que hubiera prometido dar una compensación, diciendo que estaba dispuesto a ser juzgado por este caso.

    Por tanto, una vez que los jueces tomaron asiento, Heracles citó a Fileo para que declarase contra su padre y este dijo que su padre había acordado darle un sueldo a Heracles. Augias, lleno de ira, les ordenó a Fileo y a Heracles que se fueran de Élide, antes de que los jueces votaran. [...] Sin embargo, Euristeo tampoco admitió este trabajo entre los diez, argumentando se había realizado a cambio de un sueldo.

Sexto trabajo: las aves de Estinfalo

    El sexto trabajo ordenado fue expulsar a las aves de Estinfalo. Había en la ciudad arcadia de Estinfalo una laguna llamada también Estinfalo, rodeada por todas partes de espesos bosques. En esa laguna se habían refugiado en masa las aves, temerosas de acabar como presa de los lobos. Heracles no sabía cómo hacer salir de los bosques a esas aves.

    En esto, Atenea le dio a Heracles unas castañuelas de bronce que había obtenido de Hefesto. Así, tocándolas sobre una montaña que se hallaba junto a la laguna, logró Heracles asustar a las aves, que, no pudiendo soportar el estrépito, se echaron a volar asustadas, y Heracles las asaeteó.

Séptimo trabajo: el toro de Creta

    El séptimo trabajo que le ordenó Euristeo fue traer el toro de Creta. Acusilao dice que este toro era el que transportó a Europa para Zeus. En cambio, algunos creen que era el toro entregado por Posidón desde el mar cuando Minos dijo que sacrificaría en honor de Posidón lo que apareciera del mar. Y cuentan que cuando Minos vio la belleza del toro, lo envió a sus rebaños y sacrificó otro toro en honor de Posidón. Por ello, este dios se encolerizó e hizo salvaje al toro.

    Pues bien, contra este toro llegó Heracles a Creta. Heracles pidió ayuda, pero Minos le dijo que tendría que luchar solo para atrapar al toro. Una vez que lo atrapó, se lo llevó y se lo enseñó a Euristeo, pero luego lo dejó libre. Entonces, este animal anduvo errante por Esparta y por toda Arcadia, atravesó el Istmo y, cuando llegó a Maratón, en la región del Ática, acosaba a sus habitantes.



(Traducción de José Calderón Felices, Akal, Madrid, 1987; con modificaciones)


miércoles, 8 de junio de 2022

ACTEÓN

 El siguiente relato se encuentra en las Metamorfosis (libro III, versos 138 - 252) del poeta latino Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.)

    En medio de tantas prosperidades fue un nieto tuyo, Cadmo, tu primer motivo de dolor y unos cuernos postizos añadidos a su frente y también vosotros, perros, que os saciasteis de la sangre de vuestro dueño. Y, sin embargo, si bien se mira, se encontrará en él una falta de la Fortuna y no un crimen, pues ¿qué crimen podía haber en un error?

    Había una montaña teñida en sangre de fieras de muchas clases y ya el día, encontrándose en su mitad, había reducido las sombras de los objetos y el sol distaba por igual de ambos extremos de su carrera, cuando el joven beocio Acteón se dirige con estas amistosas palabras a sus camaradas de fatigas, que recorrían los apartados caminos: "Compañeros, las redes y las armas están empapadas en sangre de fieras y el día ha sido bastante afortunado. Cuando la próxima Aurora, transportada por sus ruedas azafranadas, nos traiga la luz, volveremos a emprender la tarea a la que nos consagramos. Ahora el Sol dista igual de ambas tierras y con sus ardores resquebraja los campos. Haced un alto en vuestra tarea de este momento y retirad las nudosas cuerdas". Los hombres cumplen sus órdenes e interrumpen sus trabajos.

    Había un valle cuajado de pinos y de puntiagudos cipreses, conocido como Gargafia, consagrado a la diosa Diana, la del vestido arremangado, y en cuyo más apartado rincón hay una gruta, rodeada de selva y en la que nada es obra del arte: la naturaleza, con sus propias habilidades, había imitado al arte y así, con piedra pómez viva y con ligeras tobas, había trazado un arco natural. A la derecha murmura un manantial de delgada y límpida corriente y rodeado, en su amplia salida, de orillas herbosas. 

    Aquí Diana, la diosa de las selvas, cuando estaba fatigada de la caza, solía bañar en el agua cristalina sus miembros virginales. Cuando la diosa llegó allí, le entregó a una de sus ninfas, que cuidaba de sus armas, la jabalina, la aljaba y el arco destensado. Otra ninfa recogió en los brazos el vestido que la diosa se había quitado; otras dos le desatan el calzado y, más hábil que aquellas, la tebana Crócale reúne en un moño los cabellos que caían sueltos por el cuello de la diosa, aunque ella misma los llevaba sueltos. Sacan el agua Néfele, Híale y Ránide, así como Psécade y Fíale, y la vierten de sus voluminosas urnas.


Diana (Ártemis)

  

  Y mientras allí se baña Diana, descendiente de Titanes, en sus aguas acostumbradas, he aquí que Acteón, el nieto de Cadmo, después de suspender sus trabajos y errando a la ventura por un bosque que no conoce, llega a aquella espesura, pues el destino lo llevaba. Tan pronto como entró en la gruta que destilaba la humedad del manantial, las ninfas, al ver a un hombre, desnudas como estaban, se golpearon los pechos, llenaron de repentinos alaridos todo el bosque y, rodeando entre ellas a Diana, la ocultaron con sus cuerpos. Pero la diosa es más alta que ellas y les saca a todas la cabeza. El color que suelen tener las nubes cuando las hiere el sol de frente o el que tiene la aurora arrebolada, es el que tenía Diana al sentirse vista sin ropa.

    Aunque a su alrededor se apiñaba la multitud de sus compañeras, todavía se apartó la diosa a un lado, volvió atrás la cabeza y, como no tenía a mano sus flechas, echó mano a lo que tenía, al agua, regó con ella el rostro de Acteón y, derramando sobre sus cabellos el líquido vengador, pronunció además estas palabras que anunciaban la inminente catástrofe: "Ahora te está permitido contar que me has visto desnuda, si es que puedes contarlo". Y sin más amenazas, le pone en la cabeza, que chorreaba, unos cuernos de longevo ciervo, le prolonga el cuello, hace terminar en punta por arriba sus orejas, cambia en pies sus manos y en largas patas sus brazos, y cubre su cuerpo de una piel moteada. Le añade también un carácter miedoso.



 

  Comienza a huir Acteón, el héroe hijo de Autónoe, y en su misma carrera se asombra de verse tan veloz. Y cuando vio en el agua su cara y sus cuernos, iba a decir: "¡Desgraciado de mí!", pero no salió ninguna palabra. Dio un gemido y ese fue su lenguaje. Unas lágrimas corrieron por ese rostro que no era el suyo; solo le quedó su primitiva inteligencia. ¿Qué podría hacer? ¿Volver a casa, al palacio real, o esconderse en los bosques? La vergüenza le impide esto; el temor, aquello. 

    Mientras vacila, lo han visto los perros. Melampo y el rastreador Icnóbates fueron los primeros en dar la señal con sus ladridos, Icnóbates procedente de Cnoso, Melampo de raza espartana. En seguida se lanzan otros perros con más velocidad que la rápida brisa: Pánfago, Dorceo y Oríbaso, todos ellos de Arcadia, y el poderoso Nebrófono y el feroz Terón y Lélape y Ptérelas, valioso por la velocidad de sus patas y Agre, valioso por su olfato, y el fogoso Hileo, poco antes herido por un jabalí, y Nape, engendrada por un lobo, y Pémenis, que antes seguía a los rebaños, y Harpía, acompañada de sus dos cachorros, y Ladón, procedente de Sición, de remangados flancos, y Drómade y Cánaque y Esticte y Tigre y Alce y Leucón el de blanca crin y Ásbolo de negra crin, y el forzudo Lacón y Aelo, vigorosa en la carrera, y Too y la veloz Licisca con su hermano el de Chipre, y Hárpalo, que se conoce por una mancha blanca en mitad de su negra frente, y Melaneo y Lacne la de cuerpo hirsuto, y Labro y Agriodonte, nacidos de padre cretense, pero de madre laconia, e Hiláctor de aguda voz, y otros que sería largo mencionar.

    Toda la jauría lo persigue, ansiosa de botín, por rocas y peñascos, por riscos inaccesibles, por donde el camino es difícil, por donde no existe camino. Acteón huye por parajes por los que él había perseguido muchas veces, ¡ay!, huye de sus propios servidores. Deseaba gritar: "¡Yo soy Acteón! ¡Reconoced a vuestro dueño!" Pero las palabras no acuden a su deseo; atruenan el aire los ladridos. 

    Melanquetes le hizo las primeras heridas en el lomo; siguieron las que le causó Terodamante; Oresítrofo hizo presa en el hombro. Habían salido después que los otros perros, pero a través de atajos de la montaña se adelantaron en el camino. Mientras estos perros sujetan a su dueño, se congregaron los demás de la tropa y unen sus dientes en aquel cuerpo. No hay ya espacio que herir: Acteón gime, y su voz, aunque no es de hombre, tampoco podría emitirla un ciervo, y llena de lúgubres lamentos las montañas que le son tan conocidas. Y con las rodillas contra el suelo, en actitud suplicante y como si algo pidiera, mueve a un lado y otro el rostro, como si alargara sus brazos.



 

   Los compañeros de caza de Acteón, que nada saben, azuzan con sus habituales gritos al rápido tropel, buscan con sus ojos a Acteón y a porfía gritan "¡Acteón!", como si estuviera ausente (al oír él su nombre vuelve la cabeza) y se lamentan de su ausencia y de que por desidia no asista al espectáculo de la presa que se les ha presentado. Acteón bien quisiera estar ausente, pero está presente; y quisiera ver, pero no sentir en sus carnes las salvajes hazañas de sus propios perros. Por todas partes lo acosan y con los hocicos hundidos en su cuerpo despedazan a su dueño bajo la apariencia de un engañoso ciervo. 

    Y dicen que no se sació la cólera de Diana, la de la aljaba, hasta que acabó aquella vida víctima de innumerables heridas.

(Traducción de Antonio Ruiz de Elvira, Alma Mater, Barcelona, 1964; con modificaciones)

martes, 17 de mayo de 2022

ATALANTA E HIPÓMENES

 El siguiente relato se encuentra en las Metamorfosis (libro X, versos 560 - 704) del poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.):

[Venus es quien le cuenta esta historia al bello Adonis]

    Quizá hayas oído hablar de una mujer que en la competición de la carrera vencía a los hombres veloces. No fue una fábula ese rumor; los vencía, en efecto. Y no se podría decir si destacaba más por la gloria de sus pies o por el don de su belleza. Ella consultó el oráculo preguntando por su esposo, y el dios Apolo le dijo: "No te conviene para nada un esposo, Atalanta. ¡Evita tener un esposo! Y aun así no conseguirás librarte y, estando viva, te verás privada de ti misma". 

    Aterrorizada por el oráculo del dios, Atalanta vive soltera en medio de selvas tenebrosas y ahuyenta ferozmente el apremiante tropel de pretendientes mediante una condición, diciéndoles: "No me poseeréis a menos que me venzáis primero en la carrera. Competid conmigo en velocidad de los pies: al que sea más veloz se le dará como premio una esposa y un lecho nupcial, pero la muerte será el botín de los más lentos. Sea esa la regla de la competición".

    Implacable era esa regla, pero vino un temerario tropel de pretendientes a cumplir esta condición (tan grande es el poder de la belleza). Se había sentado Hipómenes como espectador de la rigurosa carrera y había dicho: "¿Hay alguien que busque esposa con tanto riesgo?", condenando así los amores excesivos de los jóvenes. Pero cuando vio el rostro de Atalanta y su cuerpo despojado de ropa, que era como el mío o como el tuyo si te volvieras mujer, quedó atónito y, levantando las manos, dijo: "Perdonadme vosotros, a quienes acabo de criticar. Aún no conocía yo cuál era el premio que codiciabais".

    Al alabar a Atalanta, Hipómenes se abrasa por dentro y desea que ninguno de los jóvenes corra más deprisa y teme su rivalidad. "Pero, ¿por qué voy yo a dejar sin probar la suerte de esta competición?", dice. "A los audaces la propia divinidad los ayuda". Mientras Hipómenes discurre estas cosas consigo mismo, la muchacha vuela ya con pasos alados. Y aunque a Hipómenes le pareció que no avanzaba ella más lenta que una flecha de Escitia, se admira él más, sin embargo, de su hermosura: y es la carrera misma la que le proporciona una hermosura peculiar.

    La brisa lleva hacia atrás los cordones de las sandalias de Atalanta, cordones que sus veloces plantas vuelven a llevar hacia delante, y por la espalda de marfil le ondean los cabellos, así como las rodilleras de bordada franja que llevaba junto a las corvas. Y en medio de la blancura juvenil, su cuerpo había cobrado un tono sonrosado, de igual modo que cuando sobre un atrio blanco un toldo purpúreo matiza con un nuevo color las sombras que proyecta. Mientras el forastero Hipómenes observa todo esto, se ha llegado en la carrera a la última señal y Atalanta, victoriosa, se cubre con la corona de júbilo. Lanzaron gemidos los vencidos y pagan su castigo según lo convenido.

    Sin embargo, Hipómenes, sin asustarse por lo que les ha ocurrido a aquellos, se levanta en medio de la concurrencia y, fijando en la doncella la mirada, le dice: "¿Por qué buscas una gloria fácil venciendo a débiles? Compite conmigo. Si la fortuna me hace dueño de ti, no creerás que es algo indigno haber sido vencida por alguien tan grande como yo, porque mi padre es Megareo de Onquesto, el cual tiene por abuelo a Neptuno, por lo que soy biznieto del dios de las aguas y mi valor no está por debajo de mi linaje. Y si soy vencido, tendrás un grande y memorable título de gloria por haber vencido a Hipómenes". 

    Mientras este habla así, Atalanta, hija de Esqueneo, lo contempla con una mirada tierna y no sabe si prefiere ser vencida o ganar, y habla así: "¿Qué dios, malintencionado con los hermosos, quiere perder a este joven y le ordena aspirar a este matrimonio poniendo en peligro su preciosa vida? Yo creo que no valgo tanto. Y no es que me impresione su hermosura (aunque bien podía impresionarme también), sino el hecho de que es aún un niño. No me conmueve su persona, sino su edad. ¿Qué decir del hecho de que posee un valor y un corazón al que no le asusta la muerte? ¿Y qué es eso de que se considera el cuarto descendiente de su antepasado el dios de los mares? ¿Y qué es eso de que me ama y le da tanto valor a casarse conmigo, de que está dispuesto a morir si la suerte adversa le priva de mi persona? ¡Vete mientras te es posible, forastero, y deja de lado un lecho nupcial sangriento! El matrimonio conmigo es feroz, muchas serán las que quieran casarse contigo y te puede desear una muchacha inteligente. Pero, ¿por qué me preocupo yo por ti cuando tantos han sucumbido antes? ¡Allá él! Que muera, puesto que no le sirve de escarmiento la muerte de tantos pretendientes y desprecia su propia vida. ¿Es que este va a caer por haber querido vivir conmigo y va a ser víctima de una muerte inmerecida como premio de su amor? Mi victoria será intolerablemente odiosa. ¡Ojalá desistieras de tu propósito o, puesto que estás loco, ojalá fueses más rápido que yo! ¡Ay, qué virginal expresión hay en su rostro de niño! ¡Ay, infeliz Hipómenes, desearía que no me hubieras visto! Eres digno de vivir. De verdad que si yo fuera más afortunada y el destino injusto no me impidiera el matrimonio, tú serías el único con quien yo querría compartir mi lecho".

    Estas fueron las palabras de Atalanta y, como inexperta que era y alcanzada ahora por su primer amor, sin darse cuenta de lo que hace, ama y no nota el amor. Ya el pueblo y el padre de Atalanta reclamaban la acostumbrada carrera, cuando con voz angustiada me invoca el descendiente de Neptuno, Hipómenes, y dice: "Yo suplico que Venus Citerea me socorra en mi osadía y ayude a la pasión que ella ha despertado". Una brisa benigna trajo hasta mí la agradable plegaria. Me conmoví, lo confieso, y no tenía mucho tiempo para auxiliarlo. Hay un campo que los nativos designan con el nombre de campo de Támaso, que es la mejor zona de la tierra de Chipre, zona que los hombres de tiempos antiguos me consagraron ordenando que esa tierra fuera adscrita a mis templos como dote. En el medio de la llanura brilla un árbol de amarilla fronda y ramas que tintinean de amarillo oro. De allí venía yo casualmente y llevaba tres frutas de oro que había cogido del árbol con la mano y, sin que nadie pudiera verme más que él, me presenté a Hipómenes y le enseñé cómo podrían serle útiles.



    Las trompetas habían dado ya la señal de la carrera y ambos salen disparados de sus puestos y con pies veloces van rasando la capa superior de la arena. Se diría que ellos podían rozar la superficie del mar sin mojarse las plantas y correr por encima de las espigas de una mies ya blanca sin derribarlas. Dan ánimos al joven las aclamaciones a favor suyo y las palabras de los que le dicen: "¡Ahora, ahora es el momento de apretar! ¡Más deprisa, Hipómenes! ¡Usa ahora todas tus fuerzas! ¡No te quedes atrás! ¡Vas a vencer!" Es dudoso si con estas palabras se alegraba más Hipómenes, el héroe hijo de Megareo, o Atalanta, la doncella hija de Esqueneo. ¡Oh, cuántas veces, cuando ya podía dejarlo atrás, se detenía ella y, después de contemplar largo rato el rostro del joven, lo dejaba bien contrariada! 

    De la boca fatigada de Hipómenes salía un seco resuello y la meta estaba lejos. Entonces por fin el descendiente de Neptuno arrojó uno de los tres frutos del árbol. Quedó atónita la doncella y por el deseo de la brillante fruta descuida la carrera y coge del suelo la fruta de oro que por él rodaba. Hipómenes la adelanta; entre el público se produce un sonoro aplauso. Ella con una veloz carrera recupera el tiempo perdido por detenerse y de nuevo deja al joven a su espalda. Y una vez más se detiene ella por el lanzamiento de la segunda fruta, pero logra alcanzar y dejar atrás al joven. 




    Quedaba el último tramo de la carrera. "¡Ayúdame ahora", dice Hipómenes, "diosa, a la que debo este obsequio!" y, para que ella tardara más en volver, arrojó con vigor juvenil la resplandeciente fruta de oro a un lado del campo y en dirección transversal. Pareció que la doncella dudaba si ir a buscarla. Yo la obligué a cogerla del suelo y, una vez que cogió la manzana, yo la hice más pesada y estorbé a Atalanta tanto por el peso de la fruta como por su detención y, para que mi relato no sea tan largo como la carrera, la doncella se quedó atrás: el vencedor se llevó su premio.


(Traducción de Antonio Ruiz de Elvira, Alma Mater, Barcelona, 1969; con modificaciones)

martes, 10 de mayo de 2022

JACINTO

 El siguiente relato se encuentra en las Metamorfosis (libro X, versos 162 - 219) del poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.)

    También a ti, Jacinto, hijo de Amiclas, te habría colocado Febo Apolo en el cielo si el funesto destino le hubiera dado tiempo para colocarte. Sin embargo, en la medida en que ello es posible, eres eterno y cuantas veces la primavera desplaza al invierno, y Aries sucede al lluvioso Piscis, otras tantas surges tú y tus flores en medio del verde césped.

    A ti, Jacinto, te amó más que a nadie mi padre, Apolo, y Delfos, situada en el medio del mundo, estuvo privada de su dios protector mientras este frecuentaba el río Eurotas y la no amurallada Esparta, y entretanto ni las cítaras ni las flechas gozaron de su favor. Apolo se olvida de su propia persona y no rehúsa llevar las redes ni sujetar los perros ni marchar como compañero por las cimas de una áspera montaña, y con su prolongado trato alimenta su fuego. Y ya el Sol se encontraba aproximadamente en el punto medio entre la noche que está por llegar y la que ha pasado y distaba igual trecho entre ambos extremos. Apolo y Jacinto despojan de ropas sus cuerpos, y se vuelven refulgentes por la impregnación de denso aceite, y celebran una competición de lanzamiento del ancho disco.

    Febo Apolo fue el primero que, después de balancear el disco, lo arrojó a los aires del cielo y con la pesada lámina hendió las nubes que se interponían. Tras un largo tiempo volvió a caer el disco a su tierra habitual y fue testimonio de la habilidad asociada a la fuerza. Inmediatamente el tenárida Jacinto, por imprudencia y estimulado por el deseo de empezar su actuación en el juego, corría a coger del suelo el disco, pero la dura tierra, haciéndolo rebotar hacia arriba, lo arrojó contra tu rostro, Jacinto. Tanto como este muchacho palideció el mismo dios Apolo y recogió los miembros que se desplomaban, y tan pronto trata de reanimarte como seca tus funestas heridas, o bien trata de sustentar, aplicándote hierbas, la vida que se escapa.


  De nada sirve su técnica: la herida de Jacinto era incurable. Como al pisotear en un regado jardín violetas, adormideras y lirios sujetos a sus azafranadas lenguas, esas plantas, marchitas, dejan caer de repente sus cabezas ajadas y no se sostienen y contemplan la tierra con su parte cimera, así yace el rostro moribundo de Jacinto, y el cuello, al que han abandonado las fuerzas, es una pesada carga para sí mismo y viene a descansar sobre su hombro. 

    "Te escapas, Jacinto, despojado de tu primera juventud", dice Febo Apolo, "y estoy viendo tu herida, que es una acusación contra mí. Tú eres mi dolor y mi crimen: mi diestra debe llevar inscrita tu muerte. Yo soy el responsable de tu destrucción. Y, sin embargo, ¿cuál es mi culpa, a menos que a jugar pueda llamársele culpa, a menos que también a amar se le pueda llamar culpa? ¡Y ojalá que se me permitiera entregar mi vida, como tú lo mereces, o a la vez que tú! Ahora bien, como la ley del destino me lo prohíbe, siempre estarás conmigo y permanecerás grabado en el perenne recuerdo de mis labios. A ti te proclamará la lira pulsada por mis manos, a ti mis canciones y, como una nueva flor, en tu escritura imitarás mis quejidos. Y llegará un tiempo en el que el más valiente de los héroes, Áyax, se adscribirá a esta flor y su nombre será leído en los mismos pétalos".

  


  Mientras la verídica boca de Apolo va enunciando estas cosas, he aquí que la sangre que, derramada por tierra, había marcado la hierba, deja de ser sangre y, más resplandeciente que la púrpura de Tiro, surge una flor que adopta la forma de los lirios, si no fuera porque aquellas tienen color rojo y estos, blanco. Esto no es suficiente para Apolo (pues era él quien había concedido esta gracia): en los pétalos de la flor escribe el propio dios sus quejidos y la flor lleva la inscripción AIAI, y en ella se han grabado letras de duelo. Y no se avergüenza Esparta de haber procreado a Jacinto; su culto se mantiene todavía y todos los años retornan las Jacintias para ser celebradas con la solemnidad de antaño y con un esplendor especial.

(Traducción de Antonio Ruiz de Elvira, Alma Mater, Madrid, 1969; con modificaciones)

lunes, 9 de mayo de 2022

ARACNE

El siguiente relato aparece en Las Metamorfosis (libro VI, versos 1 - 145) del poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.): 


Aracne, la extraordinaria bordadora

    La Tritonia Minerva había escuchado gustosamente estos relatos y había elogiado tanto los cantos de las Musas como su justa cólera. Y entonces se dijo: "Poco es alabar; que se me alabe a mí y no permita yo que mi divinidad sea despreciada impunemente". Y dirige su atención al destino de Aracne, de la región de Lidia, de la que había oído que no se consideraba inferior a la propia diosa Minerva en los primores del arte de la lana.

    Aracne no era ilustre por la posición ni por la nobleza de su familia, pero sí por su arte. Su padre Idmón, de la ciudad de Colofón, teñía la esponjosa lana con púrpura de la ciudad de Focea. Su madre había muerto, pero también ella había sido una mujer del pueblo y semejante a su marido. Aracne, sin embargo, se había ganado con su esfuerzo la fama en las ciudades de la región de Lidia, aunque, nacida en una casa humilde, vivía en la humilde ciudad de Hipepas.

La osadía de rivalizar con los dioses

    Para contemplar los admirables trabajos de Aracne muchas veces abandonaron las ninfas los viñedos de su monte Timolo y abandonaron sus aguas las ninfas del río Pactolo. Era agradable ver no solo los vestidos ya hechos, sino cómo los hacía (tanta elegancia tenía su trabajo), lo mismo si con la lana aún en bruto formaba los primeros ovillos, que si entre los dedos oprimía el material y suavizaba los mechones de lana, semejantes a neblinas, haciéndolos ir y venir en largos recorridos, y lo mismo si con su ligero pulgar hacía dar vueltas al torneado huso, que si dibujaba con la aguja: bien se veía que Minerva la había enseñado. Y, sin embargo, Aracne lo niega y, disgustada con una maestra tan excelente, dice: "Que compita conmigo. Si me vence, no me opondré a nada".


    Minerva adopta la figura de una vieja, se pone en las sienes canas falsas y sostiene además con un bastón sus miembros inseguros. A continuación empezó a hablar así: "No es despreciable todo lo que trae la edad avanzada. Con los muchos años viene la experiencia. No desprecies mi consejo: aspira tú a la máxima gloria entre los mortales en el trabajo de la lana, pero declárate inferior a la diosa Minerva y con palabras suplicantes pide perdón, temeraria, por tus pretensiones. Si tú se lo pides, la diosa te concederá su perdón".

    Aracne la mira ferozmente, abandona las hebras empezadas y, conteniendo a duras penas sus manos y manifestando su cólera en su rostro, contesta a la disfrazada Minerva con estas palabras: "Vienes privada de inteligencia y agotada por tu larga vejez. Mucho daña, en efecto, vivir demasiado. Que oiga esas palabras tu nuera, si la tienes, o, si no la tienes, tu hija. Suficiente consejo tengo yo en mí misma, y no creas que has logrado nada con tus advertencias: mi actitud sigue siendo la misma. ¿Por qué no viene la diosa en persona? ¿Por qué rehúsa esta competición?"

Aracne y Minerva compiten

    Entonces dijo la diosa: "Ya ha venido", y apartó la figura de vieja y mostró a Minerva. Adoran su divinidad las ninfas y las mujeres de Lidia. La joven Aracne es la única que no se asusta. Pero aun así enrojeció y un repentino rubor marcó a la fuerza su rostro y desapareció de nuevo, como suele el cielo ponerse de color púrpura cuando la Aurora comienza a moverse y, tras breve rato, palidecer con la salida del sol. Ella persiste en su decisión y con ambición de una necia victoria se lanza a su perdición. Pues no rehúsa Minerva, la hija de Júpiter, ni le hace más advertencias ni aplaza ya la competición.

    E inmediatamente colocan ambas en sitios distintos los dos telares y los tensan con fina urdimbre. La trama está sujeta al rodillo transversal, el peine separa unos de otros los hilos de la urdimbre, puntiagudas lanzaderas van haciendo pasar por medio la trama, que, desenvuelta por los dedos e introducida por entre los hilos de la urdimbre, es apisonada por los entallados dientes del peine contra el que golpea. 





    Las dos se dan prisa, y con los vestidos recogidos junto al pecho mueven con destreza los brazos, y su ardor no les deja darse cuenta de la fatiga. Allí se tejen tanto la púrpura que ha conocido el caldero de Tiro, como los delicados matices que son apenas distintos, a la manera como suele teñir con su inmensa curvatura un largo trecho de cielo el arcoíris, que surge cuando la lluvia atraviesa los rayos del sol. En el arcoíris, aunque brillan mil colores diversos, la transición misma, sin embargo, escapa a la mirada inquisitiva; hasta ese punto es lo mismo lo que toca y, sin embargo, los extremos están bien diferenciados. Allí también se incrusta oro en los hilos flexibles y se desarrolla en el tejido una antigua historia.

Descripción del bordado de Minerva

    Minerva borda en la acrópolis de Atenas el peñasco de Marte y la vieja disputa sobre el nombre del país. Doce divinidades, con Júpiter en el centro, están sentadas con augusta majestad en altos sitiales. El aspecto de cada uno de los dioses lo señala entre los demás: la imagen de Júpiter es la propia de un soberano. Minerva hace que Neptuno, el dios del mar, esté en pie y golpee las duras rocas con su largo tridente y hace que de la herida de la roca, de su entraña, brote un mar, regalo con el que se propone ganarse la ciudad. Minerva se borda a sí misma con un escudo, con una lanza de aguda punta, con un casco en la cabeza y con la égida que le protege el pecho y representa cómo la tierra, golpeada por la punta de su lanza, hace surgir una criatura vegetal, un olivo que blanquea, provisto de sus frutos, y cómo los dioses se admiran. Una Victoria es el remate de la obra.

    Pero para que Aracne, la rival de su obra, comprenda con ejemplos cuál es el premio que puede esperar por tan loco atrevimiento, Minerva añade en cuatro lugares cuatro competiciones, bien visibles por sus colores, compuestas de pequeñas figuras. Una de las esquinas tiene a la tracia Ródope y al Hemo (montes helados ahora, cuerpos mortales en otro tiempo), que se atribuyeron los nombres de los dioses supremos. Otro lugar tiene la desdichada suerte de la madre pigmea, a la que, vencida en una competición, Juno obligó a ser una grulla y a declarar la guerra a su propio pueblo. También bordó a Antígona, que en otro tiempo se atrevió a rivalizar con las esposa del gran Júpiter, y la soberana Juno la convirtió en pájaro; y no le sirvió Ilio ni su padre Laomedonte para evitar que, como cigüeña blanca que es por las alas que ha recibido, se aplauda a sí misma con el tableteo de su pico. La única escena que queda tiene a Cíniras, privado de su descendencia; abrazando él los peldaños del templo, que son los miembros de sus hijas, parece derramar lágrimas tendido en la piedra. Minerva rodea los bordes de la tela con ramas de olivo de la paz (tal es el ribete) y con su árbol pone fin a su trabajo.

Descripción del bordado de Aracne

    La licia Aracne dibuja a Europa engañada por la apariencia de un toro: se hubiera creído que era un verdadero toro, un mar verdadero. Europa parecía dirigir su mirada hacia la tierra que había dejado y llamar a sus compañeras y temer el contacto con el agua que saltaba junto a ella y encoger sus pies asustados. También hizo que Asterie estuviera sujeta por un águila que luchaba; hizo que Leda estuviera acostada bajo las alas de un cisne. Añadió cómo, oculto bajo la apariencia de un sátiro, llenó Júpiter de prole gemela a la bella Nicteide, cómo se convirtió en Anfitrión cuando se adueñó de ti, Alcmena, cómo siendo de oro engañó a Dánae, siendo fuego a la hija del río Asopo, a Mnemósine como pastor, como moteada serpiente a Prosérpina. También a ti, Neptuno, transformado en un fiero novillo, te colocó junto a la hija de Eolo; tú, Neptuno, tomando la forma del río Enipeo, engendras a los Aloídas, y como carnero engañas a la hija de Bisaltes; y como caballo te sufrió también la de rubios cabellos, Ceres, la madre bendita de las mieses, y te sufrió como criatura voladora Medusa, la de cabellos de serpientes, la madre del volador caballo Pégaso, y como delfín te sufrió Melanto. A todos estos les asignó su figura propia, así como la figura de cada región. Allí está, campesino por su aspecto, Febo Apolo, y cómo unas veces llevó alas de gavilán y otras lomo de león, cómo bajo la figura de un pastor engañó a Ise, la hija de Macareo, y cómo Baco engañó a Erígone con unas uvas falsas, y cómo Saturno mediante el cuerpo de un caballo engendró al centauro Quirón. La parte extrema de la tela, circundada por una estrecha franja, tiene, en el dibujo de su tejido, flores mezcladas con hiedra entrelazada.

Castigo y metamorfosis de Aracne



    No podría Minerva, no podría la Envidia poner reparos a la obra de Aracne. A Minerva, la varonil doncella rubia, le dolió aquel éxito y rompió aquellas telas bordadas que representaban acusaciones contra los dioses. Y como tenía en la mano una lanzadera procedente del monte de Citoro, golpeó tres o cuatro veces en la frente a Aracne, la hija de Idmón. No lo soportó la infeliz Aracne y tuvo el atrevimiento de atarse la garganta con un lazo. Colgaba ya cuando Minerva, compadecida, la sostuvo y le dijo así: "Vive, sí, pero cuelga, malvada; y que el mismo tipo de castigo, para que no estés libre de angustia por el futuro, quede sentenciado para tu linaje, incluso para tus remotos descendientes".

    Tras estas palabras, Minerva se apartó y roció a Aracne con los jugos de una hierba de Hécate, e inmediatamente los cabellos de Aracne, tocados por esta siniestra pócima, se consumieron, al mismo tiempo que la nariz y los ojos; la cabeza se le vuelve diminuta y también se hace pequeña Aracne en lo que respecta a su cuerpo. En el costado, en lugar de piernas, tiene incrustados unos dedos finísimos; lo demás lo ocupa el vientre, del que, a pesar de todo, ella hace brotar el hilo, y como araña trabaja sus antiguas telas.

(Traducción de Antonio Ruiz de Elvira, Alma Mater, Barcelona, 1969; con modificaciones)