martes, 17 de mayo de 2022

ATALANTA E HIPÓMENES

 El siguiente relato se encuentra en las Metamorfosis (libro X, versos 560 - 704) del poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.):

[Venus es quien le cuenta esta historia al bello Adonis]

    Quizá hayas oído hablar de una mujer que en la competición de la carrera vencía a los hombres veloces. No fue una fábula ese rumor; los vencía, en efecto. Y no se podría decir si destacaba más por la gloria de sus pies o por el don de su belleza. Ella consultó el oráculo preguntando por su esposo, y el dios Apolo le dijo: "No te conviene para nada un esposo, Atalanta. ¡Evita tener un esposo! Y aun así no conseguirás librarte y, estando viva, te verás privada de ti misma". 

    Aterrorizada por el oráculo del dios, Atalanta vive soltera en medio de selvas tenebrosas y ahuyenta ferozmente el apremiante tropel de pretendientes mediante una condición, diciéndoles: "No me poseeréis a menos que me venzáis primero en la carrera. Competid conmigo en velocidad de los pies: al que sea más veloz se le dará como premio una esposa y un lecho nupcial, pero la muerte será el botín de los más lentos. Sea esa la regla de la competición".

    Implacable era esa regla, pero vino un temerario tropel de pretendientes a cumplir esta condición (tan grande es el poder de la belleza). Se había sentado Hipómenes como espectador de la rigurosa carrera y había dicho: "¿Hay alguien que busque esposa con tanto riesgo?", condenando así los amores excesivos de los jóvenes. Pero cuando vio el rostro de Atalanta y su cuerpo despojado de ropa, que era como el mío o como el tuyo si te volvieras mujer, quedó atónito y, levantando las manos, dijo: "Perdonadme vosotros, a quienes acabo de criticar. Aún no conocía yo cuál era el premio que codiciabais".

    Al alabar a Atalanta, Hipómenes se abrasa por dentro y desea que ninguno de los jóvenes corra más deprisa y teme su rivalidad. "Pero, ¿por qué voy yo a dejar sin probar la suerte de esta competición?", dice. "A los audaces la propia divinidad los ayuda". Mientras Hipómenes discurre estas cosas consigo mismo, la muchacha vuela ya con pasos alados. Y aunque a Hipómenes le pareció que no avanzaba ella más lenta que una flecha de Escitia, se admira él más, sin embargo, de su hermosura: y es la carrera misma la que le proporciona una hermosura peculiar.

    La brisa lleva hacia atrás los cordones de las sandalias de Atalanta, cordones que sus veloces plantas vuelven a llevar hacia delante, y por la espalda de marfil le ondean los cabellos, así como las rodilleras de bordada franja que llevaba junto a las corvas. Y en medio de la blancura juvenil, su cuerpo había cobrado un tono sonrosado, de igual modo que cuando sobre un atrio blanco un toldo purpúreo matiza con un nuevo color las sombras que proyecta. Mientras el forastero Hipómenes observa todo esto, se ha llegado en la carrera a la última señal y Atalanta, victoriosa, se cubre con la corona de júbilo. Lanzaron gemidos los vencidos y pagan su castigo según lo convenido.

    Sin embargo, Hipómenes, sin asustarse por lo que les ha ocurrido a aquellos, se levanta en medio de la concurrencia y, fijando en la doncella la mirada, le dice: "¿Por qué buscas una gloria fácil venciendo a débiles? Compite conmigo. Si la fortuna me hace dueño de ti, no creerás que es algo indigno haber sido vencida por alguien tan grande como yo, porque mi padre es Megareo de Onquesto, el cual tiene por abuelo a Neptuno, por lo que soy biznieto del dios de las aguas y mi valor no está por debajo de mi linaje. Y si soy vencido, tendrás un grande y memorable título de gloria por haber vencido a Hipómenes". 

    Mientras este habla así, Atalanta, hija de Esqueneo, lo contempla con una mirada tierna y no sabe si prefiere ser vencida o ganar, y habla así: "¿Qué dios, malintencionado con los hermosos, quiere perder a este joven y le ordena aspirar a este matrimonio poniendo en peligro su preciosa vida? Yo creo que no valgo tanto. Y no es que me impresione su hermosura (aunque bien podía impresionarme también), sino el hecho de que es aún un niño. No me conmueve su persona, sino su edad. ¿Qué decir del hecho de que posee un valor y un corazón al que no le asusta la muerte? ¿Y qué es eso de que se considera el cuarto descendiente de su antepasado el dios de los mares? ¿Y qué es eso de que me ama y le da tanto valor a casarse conmigo, de que está dispuesto a morir si la suerte adversa le priva de mi persona? ¡Vete mientras te es posible, forastero, y deja de lado un lecho nupcial sangriento! El matrimonio conmigo es feroz, muchas serán las que quieran casarse contigo y te puede desear una muchacha inteligente. Pero, ¿por qué me preocupo yo por ti cuando tantos han sucumbido antes? ¡Allá él! Que muera, puesto que no le sirve de escarmiento la muerte de tantos pretendientes y desprecia su propia vida. ¿Es que este va a caer por haber querido vivir conmigo y va a ser víctima de una muerte inmerecida como premio de su amor? Mi victoria será intolerablemente odiosa. ¡Ojalá desistieras de tu propósito o, puesto que estás loco, ojalá fueses más rápido que yo! ¡Ay, qué virginal expresión hay en su rostro de niño! ¡Ay, infeliz Hipómenes, desearía que no me hubieras visto! Eres digno de vivir. De verdad que si yo fuera más afortunada y el destino injusto no me impidiera el matrimonio, tú serías el único con quien yo querría compartir mi lecho".

    Estas fueron las palabras de Atalanta y, como inexperta que era y alcanzada ahora por su primer amor, sin darse cuenta de lo que hace, ama y no nota el amor. Ya el pueblo y el padre de Atalanta reclamaban la acostumbrada carrera, cuando con voz angustiada me invoca el descendiente de Neptuno, Hipómenes, y dice: "Yo suplico que Venus Citerea me socorra en mi osadía y ayude a la pasión que ella ha despertado". Una brisa benigna trajo hasta mí la agradable plegaria. Me conmoví, lo confieso, y no tenía mucho tiempo para auxiliarlo. Hay un campo que los nativos designan con el nombre de campo de Támaso, que es la mejor zona de la tierra de Chipre, zona que los hombres de tiempos antiguos me consagraron ordenando que esa tierra fuera adscrita a mis templos como dote. En el medio de la llanura brilla un árbol de amarilla fronda y ramas que tintinean de amarillo oro. De allí venía yo casualmente y llevaba tres frutas de oro que había cogido del árbol con la mano y, sin que nadie pudiera verme más que él, me presenté a Hipómenes y le enseñé cómo podrían serle útiles.



    Las trompetas habían dado ya la señal de la carrera y ambos salen disparados de sus puestos y con pies veloces van rasando la capa superior de la arena. Se diría que ellos podían rozar la superficie del mar sin mojarse las plantas y correr por encima de las espigas de una mies ya blanca sin derribarlas. Dan ánimos al joven las aclamaciones a favor suyo y las palabras de los que le dicen: "¡Ahora, ahora es el momento de apretar! ¡Más deprisa, Hipómenes! ¡Usa ahora todas tus fuerzas! ¡No te quedes atrás! ¡Vas a vencer!" Es dudoso si con estas palabras se alegraba más Hipómenes, el héroe hijo de Megareo, o Atalanta, la doncella hija de Esqueneo. ¡Oh, cuántas veces, cuando ya podía dejarlo atrás, se detenía ella y, después de contemplar largo rato el rostro del joven, lo dejaba bien contrariada! 

    De la boca fatigada de Hipómenes salía un seco resuello y la meta estaba lejos. Entonces por fin el descendiente de Neptuno arrojó uno de los tres frutos del árbol. Quedó atónita la doncella y por el deseo de la brillante fruta descuida la carrera y coge del suelo la fruta de oro que por él rodaba. Hipómenes la adelanta; entre el público se produce un sonoro aplauso. Ella con una veloz carrera recupera el tiempo perdido por detenerse y de nuevo deja al joven a su espalda. Y una vez más se detiene ella por el lanzamiento de la segunda fruta, pero logra alcanzar y dejar atrás al joven. 




    Quedaba el último tramo de la carrera. "¡Ayúdame ahora", dice Hipómenes, "diosa, a la que debo este obsequio!" y, para que ella tardara más en volver, arrojó con vigor juvenil la resplandeciente fruta de oro a un lado del campo y en dirección transversal. Pareció que la doncella dudaba si ir a buscarla. Yo la obligué a cogerla del suelo y, una vez que cogió la manzana, yo la hice más pesada y estorbé a Atalanta tanto por el peso de la fruta como por su detención y, para que mi relato no sea tan largo como la carrera, la doncella se quedó atrás: el vencedor se llevó su premio.


(Traducción de Antonio Ruiz de Elvira, Alma Mater, Barcelona, 1969; con modificaciones)

martes, 10 de mayo de 2022

JACINTO

 El siguiente relato se encuentra en las Metamorfosis (libro X, versos 162 - 219) del poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.)

    También a ti, Jacinto, hijo de Amiclas, te habría colocado Febo Apolo en el cielo si el funesto destino le hubiera dado tiempo para colocarte. Sin embargo, en la medida en que ello es posible, eres eterno y cuantas veces la primavera desplaza al invierno, y Aries sucede al lluvioso Piscis, otras tantas surges tú y tus flores en medio del verde césped.

    A ti, Jacinto, te amó más que a nadie mi padre, Apolo, y Delfos, situada en el medio del mundo, estuvo privada de su dios protector mientras este frecuentaba el río Eurotas y la no amurallada Esparta, y entretanto ni las cítaras ni las flechas gozaron de su favor. Apolo se olvida de su propia persona y no rehúsa llevar las redes ni sujetar los perros ni marchar como compañero por las cimas de una áspera montaña, y con su prolongado trato alimenta su fuego. Y ya el Sol se encontraba aproximadamente en el punto medio entre la noche que está por llegar y la que ha pasado y distaba igual trecho entre ambos extremos. Apolo y Jacinto despojan de ropas sus cuerpos, y se vuelven refulgentes por la impregnación de denso aceite, y celebran una competición de lanzamiento del ancho disco.

    Febo Apolo fue el primero que, después de balancear el disco, lo arrojó a los aires del cielo y con la pesada lámina hendió las nubes que se interponían. Tras un largo tiempo volvió a caer el disco a su tierra habitual y fue testimonio de la habilidad asociada a la fuerza. Inmediatamente el tenárida Jacinto, por imprudencia y estimulado por el deseo de empezar su actuación en el juego, corría a coger del suelo el disco, pero la dura tierra, haciéndolo rebotar hacia arriba, lo arrojó contra tu rostro, Jacinto. Tanto como este muchacho palideció el mismo dios Apolo y recogió los miembros que se desplomaban, y tan pronto trata de reanimarte como seca tus funestas heridas, o bien trata de sustentar, aplicándote hierbas, la vida que se escapa.


  De nada sirve su técnica: la herida de Jacinto era incurable. Como al pisotear en un regado jardín violetas, adormideras y lirios sujetos a sus azafranadas lenguas, esas plantas, marchitas, dejan caer de repente sus cabezas ajadas y no se sostienen y contemplan la tierra con su parte cimera, así yace el rostro moribundo de Jacinto, y el cuello, al que han abandonado las fuerzas, es una pesada carga para sí mismo y viene a descansar sobre su hombro. 

    "Te escapas, Jacinto, despojado de tu primera juventud", dice Febo Apolo, "y estoy viendo tu herida, que es una acusación contra mí. Tú eres mi dolor y mi crimen: mi diestra debe llevar inscrita tu muerte. Yo soy el responsable de tu destrucción. Y, sin embargo, ¿cuál es mi culpa, a menos que a jugar pueda llamársele culpa, a menos que también a amar se le pueda llamar culpa? ¡Y ojalá que se me permitiera entregar mi vida, como tú lo mereces, o a la vez que tú! Ahora bien, como la ley del destino me lo prohíbe, siempre estarás conmigo y permanecerás grabado en el perenne recuerdo de mis labios. A ti te proclamará la lira pulsada por mis manos, a ti mis canciones y, como una nueva flor, en tu escritura imitarás mis quejidos. Y llegará un tiempo en el que el más valiente de los héroes, Áyax, se adscribirá a esta flor y su nombre será leído en los mismos pétalos".

  


  Mientras la verídica boca de Apolo va enunciando estas cosas, he aquí que la sangre que, derramada por tierra, había marcado la hierba, deja de ser sangre y, más resplandeciente que la púrpura de Tiro, surge una flor que adopta la forma de los lirios, si no fuera porque aquellas tienen color rojo y estos, blanco. Esto no es suficiente para Apolo (pues era él quien había concedido esta gracia): en los pétalos de la flor escribe el propio dios sus quejidos y la flor lleva la inscripción AIAI, y en ella se han grabado letras de duelo. Y no se avergüenza Esparta de haber procreado a Jacinto; su culto se mantiene todavía y todos los años retornan las Jacintias para ser celebradas con la solemnidad de antaño y con un esplendor especial.

(Traducción de Antonio Ruiz de Elvira, Alma Mater, Madrid, 1969; con modificaciones)

lunes, 9 de mayo de 2022

ARACNE

El siguiente relato aparece en Las Metamorfosis (libro VI, versos 1 - 145) del poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.): 


Aracne, la extraordinaria bordadora

    La Tritonia Minerva había escuchado gustosamente estos relatos y había elogiado tanto los cantos de las Musas como su justa cólera. Y entonces se dijo: "Poco es alabar; que se me alabe a mí y no permita yo que mi divinidad sea despreciada impunemente". Y dirige su atención al destino de Aracne, de la región de Lidia, de la que había oído que no se consideraba inferior a la propia diosa Minerva en los primores del arte de la lana.

    Aracne no era ilustre por la posición ni por la nobleza de su familia, pero sí por su arte. Su padre Idmón, de la ciudad de Colofón, teñía la esponjosa lana con púrpura de la ciudad de Focea. Su madre había muerto, pero también ella había sido una mujer del pueblo y semejante a su marido. Aracne, sin embargo, se había ganado con su esfuerzo la fama en las ciudades de la región de Lidia, aunque, nacida en una casa humilde, vivía en la humilde ciudad de Hipepas.

La osadía de rivalizar con los dioses

    Para contemplar los admirables trabajos de Aracne muchas veces abandonaron las ninfas los viñedos de su monte Timolo y abandonaron sus aguas las ninfas del río Pactolo. Era agradable ver no solo los vestidos ya hechos, sino cómo los hacía (tanta elegancia tenía su trabajo), lo mismo si con la lana aún en bruto formaba los primeros ovillos, que si entre los dedos oprimía el material y suavizaba los mechones de lana, semejantes a neblinas, haciéndolos ir y venir en largos recorridos, y lo mismo si con su ligero pulgar hacía dar vueltas al torneado huso, que si dibujaba con la aguja: bien se veía que Minerva la había enseñado. Y, sin embargo, Aracne lo niega y, disgustada con una maestra tan excelente, dice: "Que compita conmigo. Si me vence, no me opondré a nada".


    Minerva adopta la figura de una vieja, se pone en las sienes canas falsas y sostiene además con un bastón sus miembros inseguros. A continuación empezó a hablar así: "No es despreciable todo lo que trae la edad avanzada. Con los muchos años viene la experiencia. No desprecies mi consejo: aspira tú a la máxima gloria entre los mortales en el trabajo de la lana, pero declárate inferior a la diosa Minerva y con palabras suplicantes pide perdón, temeraria, por tus pretensiones. Si tú se lo pides, la diosa te concederá su perdón".

    Aracne la mira ferozmente, abandona las hebras empezadas y, conteniendo a duras penas sus manos y manifestando su cólera en su rostro, contesta a la disfrazada Minerva con estas palabras: "Vienes privada de inteligencia y agotada por tu larga vejez. Mucho daña, en efecto, vivir demasiado. Que oiga esas palabras tu nuera, si la tienes, o, si no la tienes, tu hija. Suficiente consejo tengo yo en mí misma, y no creas que has logrado nada con tus advertencias: mi actitud sigue siendo la misma. ¿Por qué no viene la diosa en persona? ¿Por qué rehúsa esta competición?"

Aracne y Minerva compiten

    Entonces dijo la diosa: "Ya ha venido", y apartó la figura de vieja y mostró a Minerva. Adoran su divinidad las ninfas y las mujeres de Lidia. La joven Aracne es la única que no se asusta. Pero aun así enrojeció y un repentino rubor marcó a la fuerza su rostro y desapareció de nuevo, como suele el cielo ponerse de color púrpura cuando la Aurora comienza a moverse y, tras breve rato, palidecer con la salida del sol. Ella persiste en su decisión y con ambición de una necia victoria se lanza a su perdición. Pues no rehúsa Minerva, la hija de Júpiter, ni le hace más advertencias ni aplaza ya la competición.

    E inmediatamente colocan ambas en sitios distintos los dos telares y los tensan con fina urdimbre. La trama está sujeta al rodillo transversal, el peine separa unos de otros los hilos de la urdimbre, puntiagudas lanzaderas van haciendo pasar por medio la trama, que, desenvuelta por los dedos e introducida por entre los hilos de la urdimbre, es apisonada por los entallados dientes del peine contra el que golpea. 





    Las dos se dan prisa, y con los vestidos recogidos junto al pecho mueven con destreza los brazos, y su ardor no les deja darse cuenta de la fatiga. Allí se tejen tanto la púrpura que ha conocido el caldero de Tiro, como los delicados matices que son apenas distintos, a la manera como suele teñir con su inmensa curvatura un largo trecho de cielo el arcoíris, que surge cuando la lluvia atraviesa los rayos del sol. En el arcoíris, aunque brillan mil colores diversos, la transición misma, sin embargo, escapa a la mirada inquisitiva; hasta ese punto es lo mismo lo que toca y, sin embargo, los extremos están bien diferenciados. Allí también se incrusta oro en los hilos flexibles y se desarrolla en el tejido una antigua historia.

Descripción del bordado de Minerva

    Minerva borda en la acrópolis de Atenas el peñasco de Marte y la vieja disputa sobre el nombre del país. Doce divinidades, con Júpiter en el centro, están sentadas con augusta majestad en altos sitiales. El aspecto de cada uno de los dioses lo señala entre los demás: la imagen de Júpiter es la propia de un soberano. Minerva hace que Neptuno, el dios del mar, esté en pie y golpee las duras rocas con su largo tridente y hace que de la herida de la roca, de su entraña, brote un mar, regalo con el que se propone ganarse la ciudad. Minerva se borda a sí misma con un escudo, con una lanza de aguda punta, con un casco en la cabeza y con la égida que le protege el pecho y representa cómo la tierra, golpeada por la punta de su lanza, hace surgir una criatura vegetal, un olivo que blanquea, provisto de sus frutos, y cómo los dioses se admiran. Una Victoria es el remate de la obra.

    Pero para que Aracne, la rival de su obra, comprenda con ejemplos cuál es el premio que puede esperar por tan loco atrevimiento, Minerva añade en cuatro lugares cuatro competiciones, bien visibles por sus colores, compuestas de pequeñas figuras. Una de las esquinas tiene a la tracia Ródope y al Hemo (montes helados ahora, cuerpos mortales en otro tiempo), que se atribuyeron los nombres de los dioses supremos. Otro lugar tiene la desdichada suerte de la madre pigmea, a la que, vencida en una competición, Juno obligó a ser una grulla y a declarar la guerra a su propio pueblo. También bordó a Antígona, que en otro tiempo se atrevió a rivalizar con las esposa del gran Júpiter, y la soberana Juno la convirtió en pájaro; y no le sirvió Ilio ni su padre Laomedonte para evitar que, como cigüeña blanca que es por las alas que ha recibido, se aplauda a sí misma con el tableteo de su pico. La única escena que queda tiene a Cíniras, privado de su descendencia; abrazando él los peldaños del templo, que son los miembros de sus hijas, parece derramar lágrimas tendido en la piedra. Minerva rodea los bordes de la tela con ramas de olivo de la paz (tal es el ribete) y con su árbol pone fin a su trabajo.

Descripción del bordado de Aracne

    La licia Aracne dibuja a Europa engañada por la apariencia de un toro: se hubiera creído que era un verdadero toro, un mar verdadero. Europa parecía dirigir su mirada hacia la tierra que había dejado y llamar a sus compañeras y temer el contacto con el agua que saltaba junto a ella y encoger sus pies asustados. También hizo que Asterie estuviera sujeta por un águila que luchaba; hizo que Leda estuviera acostada bajo las alas de un cisne. Añadió cómo, oculto bajo la apariencia de un sátiro, llenó Júpiter de prole gemela a la bella Nicteide, cómo se convirtió en Anfitrión cuando se adueñó de ti, Alcmena, cómo siendo de oro engañó a Dánae, siendo fuego a la hija del río Asopo, a Mnemósine como pastor, como moteada serpiente a Prosérpina. También a ti, Neptuno, transformado en un fiero novillo, te colocó junto a la hija de Eolo; tú, Neptuno, tomando la forma del río Enipeo, engendras a los Aloídas, y como carnero engañas a la hija de Bisaltes; y como caballo te sufrió también la de rubios cabellos, Ceres, la madre bendita de las mieses, y te sufrió como criatura voladora Medusa, la de cabellos de serpientes, la madre del volador caballo Pégaso, y como delfín te sufrió Melanto. A todos estos les asignó su figura propia, así como la figura de cada región. Allí está, campesino por su aspecto, Febo Apolo, y cómo unas veces llevó alas de gavilán y otras lomo de león, cómo bajo la figura de un pastor engañó a Ise, la hija de Macareo, y cómo Baco engañó a Erígone con unas uvas falsas, y cómo Saturno mediante el cuerpo de un caballo engendró al centauro Quirón. La parte extrema de la tela, circundada por una estrecha franja, tiene, en el dibujo de su tejido, flores mezcladas con hiedra entrelazada.

Castigo y metamorfosis de Aracne



    No podría Minerva, no podría la Envidia poner reparos a la obra de Aracne. A Minerva, la varonil doncella rubia, le dolió aquel éxito y rompió aquellas telas bordadas que representaban acusaciones contra los dioses. Y como tenía en la mano una lanzadera procedente del monte de Citoro, golpeó tres o cuatro veces en la frente a Aracne, la hija de Idmón. No lo soportó la infeliz Aracne y tuvo el atrevimiento de atarse la garganta con un lazo. Colgaba ya cuando Minerva, compadecida, la sostuvo y le dijo así: "Vive, sí, pero cuelga, malvada; y que el mismo tipo de castigo, para que no estés libre de angustia por el futuro, quede sentenciado para tu linaje, incluso para tus remotos descendientes".

    Tras estas palabras, Minerva se apartó y roció a Aracne con los jugos de una hierba de Hécate, e inmediatamente los cabellos de Aracne, tocados por esta siniestra pócima, se consumieron, al mismo tiempo que la nariz y los ojos; la cabeza se le vuelve diminuta y también se hace pequeña Aracne en lo que respecta a su cuerpo. En el costado, en lugar de piernas, tiene incrustados unos dedos finísimos; lo demás lo ocupa el vientre, del que, a pesar de todo, ella hace brotar el hilo, y como araña trabaja sus antiguas telas.

(Traducción de Antonio Ruiz de Elvira, Alma Mater, Barcelona, 1969; con modificaciones)