martes, 10 de mayo de 2022

JACINTO

 El siguiente relato se encuentra en las Metamorfosis (libro X, versos 162 - 219) del poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.)

    También a ti, Jacinto, hijo de Amiclas, te habría colocado Febo Apolo en el cielo si el funesto destino le hubiera dado tiempo para colocarte. Sin embargo, en la medida en que ello es posible, eres eterno y cuantas veces la primavera desplaza al invierno, y Aries sucede al lluvioso Piscis, otras tantas surges tú y tus flores en medio del verde césped.

    A ti, Jacinto, te amó más que a nadie mi padre, Apolo, y Delfos, situada en el medio del mundo, estuvo privada de su dios protector mientras este frecuentaba el río Eurotas y la no amurallada Esparta, y entretanto ni las cítaras ni las flechas gozaron de su favor. Apolo se olvida de su propia persona y no rehúsa llevar las redes ni sujetar los perros ni marchar como compañero por las cimas de una áspera montaña, y con su prolongado trato alimenta su fuego. Y ya el Sol se encontraba aproximadamente en el punto medio entre la noche que está por llegar y la que ha pasado y distaba igual trecho entre ambos extremos. Apolo y Jacinto despojan de ropas sus cuerpos, y se vuelven refulgentes por la impregnación de denso aceite, y celebran una competición de lanzamiento del ancho disco.

    Febo Apolo fue el primero que, después de balancear el disco, lo arrojó a los aires del cielo y con la pesada lámina hendió las nubes que se interponían. Tras un largo tiempo volvió a caer el disco a su tierra habitual y fue testimonio de la habilidad asociada a la fuerza. Inmediatamente el tenárida Jacinto, por imprudencia y estimulado por el deseo de empezar su actuación en el juego, corría a coger del suelo el disco, pero la dura tierra, haciéndolo rebotar hacia arriba, lo arrojó contra tu rostro, Jacinto. Tanto como este muchacho palideció el mismo dios Apolo y recogió los miembros que se desplomaban, y tan pronto trata de reanimarte como seca tus funestas heridas, o bien trata de sustentar, aplicándote hierbas, la vida que se escapa.


  De nada sirve su técnica: la herida de Jacinto era incurable. Como al pisotear en un regado jardín violetas, adormideras y lirios sujetos a sus azafranadas lenguas, esas plantas, marchitas, dejan caer de repente sus cabezas ajadas y no se sostienen y contemplan la tierra con su parte cimera, así yace el rostro moribundo de Jacinto, y el cuello, al que han abandonado las fuerzas, es una pesada carga para sí mismo y viene a descansar sobre su hombro. 

    "Te escapas, Jacinto, despojado de tu primera juventud", dice Febo Apolo, "y estoy viendo tu herida, que es una acusación contra mí. Tú eres mi dolor y mi crimen: mi diestra debe llevar inscrita tu muerte. Yo soy el responsable de tu destrucción. Y, sin embargo, ¿cuál es mi culpa, a menos que a jugar pueda llamársele culpa, a menos que también a amar se le pueda llamar culpa? ¡Y ojalá que se me permitiera entregar mi vida, como tú lo mereces, o a la vez que tú! Ahora bien, como la ley del destino me lo prohíbe, siempre estarás conmigo y permanecerás grabado en el perenne recuerdo de mis labios. A ti te proclamará la lira pulsada por mis manos, a ti mis canciones y, como una nueva flor, en tu escritura imitarás mis quejidos. Y llegará un tiempo en el que el más valiente de los héroes, Áyax, se adscribirá a esta flor y su nombre será leído en los mismos pétalos".

  


  Mientras la verídica boca de Apolo va enunciando estas cosas, he aquí que la sangre que, derramada por tierra, había marcado la hierba, deja de ser sangre y, más resplandeciente que la púrpura de Tiro, surge una flor que adopta la forma de los lirios, si no fuera porque aquellas tienen color rojo y estos, blanco. Esto no es suficiente para Apolo (pues era él quien había concedido esta gracia): en los pétalos de la flor escribe el propio dios sus quejidos y la flor lleva la inscripción AIAI, y en ella se han grabado letras de duelo. Y no se avergüenza Esparta de haber procreado a Jacinto; su culto se mantiene todavía y todos los años retornan las Jacintias para ser celebradas con la solemnidad de antaño y con un esplendor especial.

(Traducción de Antonio Ruiz de Elvira, Alma Mater, Madrid, 1969; con modificaciones)

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