jueves, 26 de marzo de 2015

NARCISO Y ECO

    El siguiente relato se encuentra en las Metamorfosis (Libro III, versos 339 - 510), obra del poeta latino Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.)

    Tiresias, el adivino más famoso de todas las ciudades de la región griega de Beocia, daba respuestas infalibles a las personas que iban a consultarlo. Quien primero puso a prueba la credibilidad y la veracidad de sus predicciones, fue la azulada Liríope. A esta el río Cefiso la envolvió un día en su ondulada corriente y, haciéndola cautiva de sus aguas, la fecundó. De su abultado vientre, la hermosa ninfa Liríope dio a luz un niño que ya entonces hubiera podido ser amado, y le llamó Narciso.

    Liríope consultó a Tiresias sobre su hijo, a ver si este llegaría a ver los largos días de una vejez avanzada. El profético adivino respondió: "Solo si no llega a conocerse". Durante años la predicción del adivino pareció vana, pero el desenlace de los acontecimientos, el tipo de muerte y lo inaudito de la locura probaron la veracidad del oráculo.

    En efecto, Narciso, el hijo del río Cefiso, ya había añadido un año más a los quince y podía parecer lo mismo un niño que un joven. Muchos jóvenes, muchas doncellas lo desearon, pero ningún joven ni ninguna muchacha le tocaron el corazón (tan dura soberbia había en aquella tierna belleza).

    Un día, cuando conducía hacia unas redes a unos ciervos espantados, lo vio una ninfa vocinglera que no sabe callar cuando le hablan ni hablar ella misma la primera, la resonante Eco. Aún tenía cuerpo Eco, no solo voz. Así y todo, la charlatana no usaba su voz de manera distinta a como hace ahora, de manera que repetía, de entre muchas palabras, solo las últimas. La diosa Juno era la que le había hecho esto, porque Eco la entretenía con su verborrea cuando la diosa hubiera podido sorprender a su marido Júpiter con las ninfas en el monte. Gracias a la labor de Eco, las ninfas podían huir. Cuando Juno, hija de Saturno, se dio cuenta, le dijo: "Puesto que me has engañado con la lengua, se te reducirá la facultad de hablar y el uso de tu voz se abreviará al máximo". Y con los hechos, la diosa cumplió sus amenazas. Así, Eco repite el final de las frases y devuelve las palabras que ha oído.

    Pues bien, una vez que Eco vio a Narciso andando por apartados campos, se enamoró de él y sigue sus pasos a escondidas.  Cuanto más lo sigue, más intensa es la llama de amor que la abrasa, igual que cuando el azufre vivo, untado al extremo de las antorchas, se inflama al contacto de la llama. ¡Cuántas veces quiso Eco acercarse con palabras zalameras y dirigirle cariñosas súplicas! Pero su naturaleza se lo impide, pues no puede empezar a hablar. Pero está dispuesta a hacer lo que sí se le permite: esperar sonidos a los que devolver sus palabras.




    Quiso la casualidad que Narciso, apartado del grupo de sus fieles compañeros, gritara: "¿Hay alguien?", y que "alguien" le respondiera Eco. Narciso se queda atónito, mira a todas partes y grita con voz potente: "¡Ven!". Y ella repite lo mismo: "¡Ven!". Vuelve él a mirar y como no venía nadie, dijo: "¿Por qué huyes de mí?", y escuchó las mismas palabras que había pronunciado. Narciso se detuvo y, engañado por la ilusión de una voz que contestaba, exclamó: "¡Aquí, reunámonos!", y Eco, que jamás respondería con más gusto a ningún otro sonido, repitió: "Unámonos". Eco, haciendo caso de sus propias palabras, salió de la espesura del bosque y se encaminaba a echar sus brazos en el cuello deseado. Pero Narciso huye, y mientras huye, dice: "¡Quita esas manos, no me abraces! ¡Antes prefiero morir que ser abrazado por ti!". Eco no repitió más que: "Abrazado por ti". Rechazada, se esconde en la espesura y, llena de vergüenza, se cubre el rostro con ramas y desde entonces vive en cuevas solitarias. Pero aun así, pervive el amor y hasta crece con el dolor del rechazo. El insomnio y la pena adelgazan el cuerpo de la desgraciada Eco; su piel, demacrada, se arruga y el vigor de su cuerpo se esfuma. Solo quedan sus huesos y su voz. Su voz perdura. Dicen que sus huesos adoptaron la forma de una piedra. Desde entonces se oculta en el bosque y no se la ve por los montes. Pero todo el mundo la oye; un sonido es lo que sobrevive de ella.

    Así había despreciado Narciso a Eco. Este también rechazó a otras ninfas nacidas en las aguas o en los montes, también rechazó la compañía masculina. Entonces, uno de los que habían sido rechazados, levantando sus manos al cielo, suplicó: "Ojalá que él tenga la misma experiencia, que no consiga el objeto de su deseo". Némesis, la diosa de la venganza, prestó oídos a esta justa súplica.

    Había una fuente cristalina, con aguas transparentes y plateadas. Los pastores y las cabras que pastan en el monte jamás habían tocado dicha fuente, ni ningún otro ganado. Ningún pájaro ni fiera la habían enturbiado, ni la rama caída de un árbol. Alrededor de la fuente crecía la hierba, alimentada por la humedad cercana. También crecía una espesura que jamás permitirá que aquel paraje se caliente con los rayos del sol. Aquí vino a tumbarse Narciso, fatigado por la pasión de la caza y por el calor, buscando tanto la belleza del lugar como el agua de la fuente. Y mientras calmaba su sed en las aguas de la fuente, nació otra sed. Y mientras bebe, se siente cautivado por la belleza que está viendo reflejada en el agua. Empieza a amar una esperanza sin cuerpo. Cree que es cuerpo lo que es agua. Se extasía ante sí mismo y, sin moverse ni mudar el semblante, permanece rígido, como una estatua tallada con mármol de Paros. Apoyado en la tierra, contempla sus ojos, estrellas gemelas, sus cabellos, dignos del dios Baco y del dios Apolo, sus suaves mejillas, su cuello blanco como el marfil, la gracia de su boca y el rubor que se mezcla con una nívea blancura. Admira todo aquello que lo hace admirable.

    
    Se desea a sí mismo sin saberlo. Elogiando, se elogia. Cortejando, se corteja. A la vez que enciende la pasión, arde. ¡Cuántas veces dio vanos besos a la fuente engañadora! ¡Cuántas veces sumergió sus brazos para acariciar el cuello que veía en medio de las aguas y no consiguió tocarlo! No sabe qué es lo que ve, pero lo que ve lo hace arder de amor. La misma ilusión que engaña sus ojos, los encandila. Crédulo, ¿para qué intentas, en vano, atrapar fugitivas imágenes? Lo que buscas, no existe. En cuanto a lo que amas, apártate y lo perderás. Esa sombra que estás viendo es el reflejo de tu imagen. No tiene una entidad propia, contigo vino y contigo permanece. Y contigo se alejará, si tú pudieras alejarte.

    Ni la idea del alimento de Ceres ni la del sueño pueden arrancarlo de allí. Al contrario, tumbado sobre la sombreada hierba, contempla con ojos insaciables la engañosa imagen, y se muere por sus propios ojos. Se incorpora un poco, extiende sus brazos a los bosques que lo rodean y dice: "¿Acaso alguien, selvas, ha amado con mayor sufrimiento? Sin duda lo sabréis, pues habéis sido para muchos el escondite oportuno. ¿Acaso, puesto que habéis vivido tantos siglos, recordáis en todo este largo tiempo a alguien que se haya consumido así? Me gusta y lo veo. Pero lo que veo y me gusta, no puedo conseguirlo. Tan gran confusión encierra mi amor. Y para mayor sufrimiento, no nos separa el ancho mar ni un largo camino ni montes ni muros con sus puertas cerradas. Un poco de agua se interpone. Él ansía mi abrazo, porque todas las veces que les doy besos a las cristalinas aguas, él se esfuerza por juntar sus labios. Creerías que es posible juntarnos, tan pequeño es el obstáculo a nuestro amor. Quienquiera que seas, sal aquí. ¿Por qué, muchacho sin igual, escapas de mí? ¿Adónde huyes cuando te cortejo? Ni mi aspecto ni mi edad son como para que me rehúyas, pues hasta las ninfas me han amado. Cierta esperanza me prometes con tu semblante amistoso y, cuando yo te alargo los brazos, los alargas tú también. Cuando te sonrío, me sonríes. Muchas veces he notado que tenías lágrimas cuando yo lloraba. Con las señas de tu cabeza respondes a las mías. Según puedo conjeturar por el movimiento de tus labios hermosos, contestas palabras que no llegan a mis oídos. ¡Ese soy yo! Me he dado cuenta, mi reflejo ya no me engaña más. Ardo en amores por mí mismo. Yo provoco las llamas que sufro. ¿Qué hago? ¿De cortejado o de cortejador? ¿Y cómo voy a cortejar? Lo que deseo está en mí. Mi riqueza me ha hecho pobre. ¡Ojalá pudiera separarme de mi cuerpo! Deseo inaudito de un enamorado, pues quiero que esté lejos lo que amo. Pero ya el dolor me quita fuerzas, no me queda largo tiempo de vida y en mi primavera muero. Y no es dura la muerte para mí, pues la muerte aliviará mis penas. Me gustaría que viviera más ese al que adoro. Pero ahora los dos, unidos de corazón, moriremos en un solo aliento".

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    Así habló, y en su locura volvió a contemplarse la cara, y con sus  lágrimas enturbió la fuente, y, al removerse el agua, la imagen se desvaneció. Al verla borrarse, dijo: "¿Adónde huyes? Espera, no me abandones, cruel, que yo te amo. Que pueda yo al menos contemplar lo que no puedo tocar, y así dar pábulo a mi desdichada locura".

    Y mientras así se lamentaba, rasgó el vestido desde el borde superior y se golpeó el pecho desnudo con sus manos blancas como el mármol. El pecho con los golpes cobró un rubor sonrosado, tal como hacen las manzanas que, blancas por una parte, enrojecen por otra, o como suele hacer la uva aún no madura, que toma un color purpúreo en sus racimos multicolores. Apenas vio esto en el agua, de nuevo cristalina, no lo soportó más, sino que, como suele fundirse la amarilla cera a fuego lento, o la escarcha de la mañana con el sol naciente, así se deshace él, consumido por el amor. Poco a poco va siendo devorado por ese fuego oculto.Ya va desapareciendo aquel color mezcla de blancura y rubor, y aquel vigor, aquella lozanía y aquellos encantos que poco antes le gustaba ver. Ya no existe ese cuerpo que un día amó la ninfa Eco.

    Sin embargo, cuando Eco lo vio, aunque irritada y resentida, se compadeció, y todas las veces que el desdichado Narciso decía "¡ay!", ella repetía con su voz resonadora "¡ay!". Y cuando aquel se golpeaba el pecho con las manos, también ella devolvía idéntico sonido de golpes. Las últimas palabras de Narciso al contemplarse una vez más en el agua fueron las siguientes: "¡Ay, muchacho amado en vano!", palabras que repitió el paraje. Y cuando Narciso dijo "adiós", "adiós" dijo también Eco.

 

    Agotado, Narciso dejó caer su cabeza sobre la verde hierba. La muerte cerró aquellos ojos que admiraban la belleza de su propio dueño. Aun entonces, cuando fue recibido en los infiernos, seguía contemplándose en la laguna Estigia. Lo lloraron sus hermanas las náyades y le ofrecieron a su hermano sus cabellos cortados. Lo lloraron las dríades; a los lamentos de estas responde también Eco. Y para su funeral le prepararon la pira, las antorchas y las andas..., pero el cuerpo de Narciso no aparecía. En su lugar encuentran una flor amarilla que tiene pétalos blancos alrededor de su cáliz.


(Traducción de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Alianza Editorial, Madrid, 1998; con modificaciones)

martes, 24 de marzo de 2015

PIGMALIÓN

    Hallamos el siguiente relato en las Metamorfosis (Libro X, versos 243 - 297), del poeta latino Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.)

    Pigmalión vivía soltero, sin esposa. No tenía desde hacía ya mucho tiempo una compañera de lecho. Entretanto, esculpió con un arte admirable una estatua de blanco marfil, dándole una belleza ideal, con la que ninguna mujer puede nacer. Y llegó a enamorarse de su propia obra. El rostro de la estatua es de una auténtica doncella, pensarías que vive y, si no lo impidiera el pudor, que quiere moverse. Hasta tal punto el arte se oculta en su propio arte.


    Pigmalión admira su obra y siente en su pecho el fuego del amor por un cuerpo ficticio. Muchas veces acerca sus manos para palpar su obra, para ver si aquello es cuerpo o marfil, sin querer reconocer que solo es marfil. Le da besos creyendo que se los devuelve, le habla, la sujeta y cree que sus dedos agarran los dedos que la tocan, incluso teme que se le amoraten las carnes cuando las aprieta. Unas veces le hace carantoñas, otras veces le lleva los regalos que gustan a las jóvenes: conchas, piedras redondeadas, pequeños pájaros, flores de mil colores, lirios, pelotas pintadas y lágrimas caídas del árbol de las Helíades. También adorna su cuerpo con vestidos. Pone piedras preciosas en sus dedos, pone largos collares en su cuello, de sus orejas hace colgar delicados pendientes, de su pecho cuelga cadenillas. Todo le sienta bien. Pero desnuda no le parece menos hermosa. La coloca en una cama con una colcha teñida de púrpura, la llama compañera de lecho y, reclinándole el cuello, la coloca entre blandas plumas, como si las fuera a sentir.

    Había llegado la fiesta de Venus, el día más celebrado de toda la isla de Chipre. Le habían hecho a Venus un sacrificio de novillas con los cuernos cubiertos de oro; humeaba el incienso ofrecido a la diosa, cuando Pigmalión, una vez cumplido el rito de la ofrenda, se detuvo ante el altar y tímidamente suplicó: "Si podéis, dioses, concederlo todo..., deseo que sea mi esposa...", y sin atreverse a decir: "la doncella de marfil", dijo: "igual que la de marfil".
 

    La dorada Venus, que asistía en persona a sus propias fiestas, entendió qué pretendían aquellas súplicas y, para mostrar que era una diosa benefactora, encendió la llama tres veces y elevó su punta por el aire.

    Cuando volvió a casa, Pigmalión fue a buscar la estatua de su amada y, reclinándose sobre la cama, la besó. Le pareció que estaba templada. Acercó de nuevo sus labios, palpó también su pecho con las manos:  el marfil que tocaba se ablandó y quedó sin rigidez bajo sus dedos, cedió ante ellos igual que la cera del monte Himeto se reblandece bajo el sol y, tocada por el pulgar, se cambia en muchas formas adquiriendo utilidad por el mismo uso.

    Mientras se queda estupefacto, medio se alegra y teme engañarse. De nuevo, enamorado, vuelve a tocar con la mano a la que es objeto de su deseo. Era un cuerpo: laten las venas palpadas por el pulgar. Y entonces Pigmalión, el héroe de Pafos, pronuncia palabras muy elocuentes para dar las gracias a Venus. Finalmente con su boca tocó otra boca que ya no era falsa. La doncella sintió los besos que le daba, se ruborizó y, levantando sus tímidos ojos hacia los de Pigmalión, vio a su enamorado a la vez que el cielo.

    La diosa Venus organizó la boda y asistió a ella. Y, una vez que los cuernos de la luna se unieron nueve veces en un ciclo completo, la doncella de Pigmalión engendró a Pafos, de quien toma nombre la isla.

(Traducción de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Alianza Editorial, Madrid, 1998; con modificaciones)

PÍRAMO Y TISBE

    El siguiente relato aparece recogido en las Metamorfosis (Libro IV, versos 55 - 166 ) del poeta latino Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.)

    Píramo era el joven más bello de todos. Tisbe era la más hermosa de las jóvenes de oriente. Ambos vivían en casas cercanas en Babilonia, ciudad que Semíramis, según se cuenta, había rodeado de murallas de adobe. La cercanía de sus casas les hizo conocerse y dar los primeros pasos. Con el tiempo creció el amor, y se habrían unido en legítimo matrimonio, pero se opusieron sus padres. Sin embargo, los corazones de ambos ardían de amor por igual, y a eso sus padres no se podían oponer.

    Nadie lo sabía, pero ellos se hablaban por señas y gestos. El fuego del amor, cuanto más se ocultaba, más ardía. Una pared medianera de ambas casas tenía una pequeña grieta que se había producido hacía tiempo, cuando la casa se construía. Nadie se había dado cuenta de ese desperfecto en muchos años, pero vosotros, enamorados, fuisteis los primeros en verlo (¿de qué no se da cuenta el amor?). Gracias a esa grieta abristeis un camino para vuestra voz y por allí solían atravesar seguras en leve murmullo vuestras tiernas palabras.
 

    Con frecuencia, cuando Tisbe estaba a un lado de la pared, y Píramo al otro, y habían notado mutuamente la respiración de sus bocas, decían: "¿Por qué te interpones entre los enamorados, pared envidiosa? ¿Qué te cuesta dejar que nos encontremos o abrirte, al menos, para que podamos besarnos? Pero no somos desagradecidos, reconocemos que te debemos que nuestras palabras lleguen a oídos de la persona amada".

    Después de hablar así desde lados diferentes, al anochecer se dijeron adiós y cada uno, en su parte, dio besos que no llegaron al otro lado. La aurora del día siguiente había apartado los fuegos de la noche y el sol había secado con sus rayos las hierbas cubiertas de rocío: los amantes se reunieron en el lugar habitual. Entonces, tras lanzar muchos lamentos en voz baja, deciden engañar a sus guardianes en el silencio de la noche, intentar salir de casa y, fuera ya de sus hogares, abandonar también la ciudad. Para no perderse yendo por anchos campos, deciden reunirse junto al sepulcro de Nino y ocultarse a la sombra de un árbol. Allí había un árbol lleno de blancos frutos, un alto moral, que estaba al lado de una helada fuente. Los dos amantes aprueban ese plan.

    La luz del día, que les pareció lenta en alejarse, se sumergió en las aguas y de las aguas salió la noche. Astuta en medio de la oscuridad, Tisbe hace girar la bisagra de la puerta de su casa, sale, engaña a los suyos, con la cara cubierta llega al sepulcro de Nino y se sienta bajo el árbol, según habían acordado. El amor la hacía atrevida. He aquí que llega una leona con el hocico lleno de espuma y manchado de sangre, de la reciente matanza de unos bueyes. La leona iba a saciar su sed en el agua de la vecina fuente. La babilonia Tisbe vio a la leona de lejos bajo los rayos de la luna y huyó, asustada, a refugiarse en una oscura cueva. Mientras huía, se le cayó un velo. 

    Cuando la cruel leona aplacó la sed con agua abundante, de regreso al bosque se encontró casualmente con el fino velo que se le había caído a Tisbe y lo despedazó con su boca ensangrentada. Píramo salió de casa más tarde. Cuando llegó al lugar acordado, vio en el espeso polvo las huellas seguras de una fiera y su rostro se puso pálido. Pero cuando encontró la prenda teñida de sangre, dijo: "Una sola noche perderá a dos enamorados. De los dos, ella merecía una vida más larga. Mi alma es culpable. Yo, desdichada Tisbe, te he perdido, yo, que te invité a venir de noche a lugares llenos de miedo y no llegué antes aquí. Despedazad mi cuerpo y devorad mis entrañas criminales con fieros mordiscos, leones, quienesquiera que seáis los que habitáis bajo esta roca. Pero es un cobarde quien desea la muerte".

    Píramo levanta el velo de Tisbe, lo lleva consigo bajo el árbol acordado y derramando abundantes lágrimas y besando la conocida prenda, dice: "Recibe ahora también la bebida de mi sangre". La espada que llevaba a su cintura la clavó en su vientre y sin tardanza se la arrancó, moribundo, de la reciente herida y quedó tendido boca arriba en el suelo. La sangre salió despedida hacia arriba, como cuando en un plomo defectuoso se abre una hendidura y sale un largo chorro por un agujero estrecho y estridente rasgando el aire con sus golpes. Los blancos frutos del árbol, con las salpicaduras de sangre, se vuelven de aspecto oscuro y la raíz humedecida de sangre les da color a las moras que cuelgan ahora del color de la púrpura.

    Tisbe, sin estar aún repuesta del miedo, vuelve al árbol para no defraudar a su amado. Busca al joven con sus ojos y con su corazón. Desea contarle el peligro tan grande del que ha escapado. Pero, aunque reconoce el lugar y la forma del árbol que ha visto, el color del fruto la hace dudar: no sabe si este es el árbol. Mientras duda, ve temblorosa unos miembros palpitar en el suelo ensangrentado, retrocedió y con la cara más pálida que el boj quedó horrorizada, como la llanura del mar que tiembla cuando una breve brisa roza por su superficie. Una vez que se detuvo, reconoció a su amado, se golpeó sus brazos sin merecerlo entre grandes lamentos, se arrancó el cabello, abrazó el cuerpo amado, llenó de lágrimas sus heridas, mezcló el llanto con su sangre y, clavando sus besos en el rostro frío de su amado, gritó: "Píramo, ¿qué desgracia te ha separado de mí? ¡Píramo, responde! Tu amada Tisbe, querido, te llama por tu nombre. Escúchame y levanta tu cabeza del suelo". 

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    A la llamada de Tisbe, Píramo levantó sus ojos ya pesados por la muerte, la miró y los volvió a cerrar. Cuando Tisbe reconoció su prenda y vio la vaina de marfil sin la espada, exclamó: "Tu propia mano y el amor te han perdido, desgraciado. Yo también tengo una mano fuerte para esto, también tengo amor. El amor me dará fuerzas para herirme. Te seguiré y se dirá que soy causa y compañera de tu muerte. ¡Ay! Solo con la muerte pudieron separarte de mí, ... pero ni con la muerte te separarán de mí. Pero las palabras de los dos os pedirán esto, desdichados padres míos y de este: que no veáis mal que sean sepultados en la misma tumba aquellos a los que unió un fiel amor hasta la muerte. Y tú, árbol que con tus ramas cubres ahora el cuerpo de uno solo y pronto cubrirás el de los dos, conserva las señales de la muerte y ten siempre frutos negros, apropiados para el luto en memoria de nuestra doble sangre".


    Así habló, y con la punta de la espada debajo de su pecho, cayó sobre el hierro todavía tibio por la muerte anterior. Y sus súplicas llegaron a los dioses y llegaron a sus padres, pues el color del fruto, cuando lo hay, es negro, y las cenizas de ambos amantes descansan en una sola urna.

(Traducción de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Alianza Editorial, Madrid, 1998; con modificaciones)

jueves, 5 de febrero de 2015

LAS SIRENAS


         La Odisea, obra en la que el poeta griego Homero (s. VIII a. C.) narra el viaje de Odiseo o Ulises desde Troya hasta Ítaca, su patria, nos ofrece el siguiente relato sobre las sirenas (Canto XII, versos 35 y siguientes):

            Luego me habló la venerable Circe con estas palabras: “[…] En primer lugar llegarás junto a las Sirenas, las que hechizan a todos los humanos que se aproximan a ellas. Cualquiera que en su ignorancia se les acerca y escucha la voz de las Sirenas, a ese no le abrazarán de nuevo su mujer ni sus hijos contentos de su regreso a casa. Allí las Sirenas lo hechizan con su canto fascinante, situadas en una pradera. En torno a ellas amarillea un enorme montón de huesos y renegridos pellejos humanos putrefactos. ¡Así que pasa de largo! En las orejas de tus compañeros pon tapones de cera, para que ninguno de ellos las oiga. Respecto a ti mismo, si deseas escucharlas, que te sujeten a bordo de tu rápida nave de pies y manos, atándote fuerte al mástil, y que dejen bien tensas las amarras de este, para que puedas oír con placer la voz de las dos Sirenas. Y si te pones a suplicar y a ordenar a tus compañeros que te suelten, que ellos te aseguren con más ataduras. […]”

            Entonces yo, Odiseo, hablaba a mis camaradas con corazón afligido: “Amigos, no debe ser uno solo ni dos los únicos que conozcan las profecías que me contó Circe, divina entre las diosas. Así que os las voy a decir para que, conociéndolas todos, o muramos o tomemos precauciones para escapar de la muerte y del destino. En primer lugar, nos aconseja precavernos de la voz y del prado florido de las divinas Sirenas. A mí solo me deja escuchar su voz. Atadme, pues, con fuertes ligaduras, para que me quede aquí fijo, de pie junto al mástil, y que estén muy fuertes las amarras. Y si os suplico y ordeno que me desatéis, entonces vosotros sujetadme más fuerte con otras cuerdas”.



            Con semejantes palabras informé de todo a mis compañeros, mientras que la bien construida nave llegaba a la isla de las Sirenas. La impulsaba un viento propicio. De pronto allí amainó el aire y se produjo una calma chicha, y la divinidad adormeció las olas. Los compañeros se levantaron y plegaron las velas del barco, y las recogieron dentro de la cóncava nave y, tomando en sus manos los remos, sentados blanqueaban el mar con sus pulidas palas. A mi vez yo corté con mi aguda espada una gruesa tajada de cera y la fui moldeando en pequeños trozos con mis robustas manos. Pronto se calentaba la cera, ya que la forzaba una fuerte presión de los rayos de Helio, el soberano hijo de Hiperión. A todos mis compañeros, uno tras otro, les taponé con la cera los oídos. Y ellos me ataron a su vez de pies y manos en la nave, de pie junto al mástil, y reforzaron las amarras de este. Y sentados a los remos se pusieron a batir el mar espumoso con sus palas.
             Pero cuando ya distábamos tanto como lo que alcanza un grito, en nuestro rápido avance, a ellas no les pasó inadvertido que nuestra rápida nave pasaba cerca, y emitieron su sonoro canto:
            “¡Ven, acércate, muy famoso Odiseo, gran gloria de los griegos! ¡Detén tu navío para escuchar nuestra voz! Pues jamás pasó de largo por aquí nadie en su negra nave sin escuchar la voz de dulce encanto de nuestras bocas, sino que ese, disfrutando, navega luego más sabio. Sabemos ciertamente todo cuanto en la amplia Troya sufrieron los griegos y los troyanos por voluntad de los dioses. Sabemos cuanto ocurre en la tierra prolífica”.
            Así decían desplegando su bella voz. Y mi corazón deseaba escucharlas, y ordenaba a mis compañeros que me desataran haciendo gestos con mis cejas. Ellos se curvaban y remaban. Pronto se pusieron en pie Perimedes y Euríloco y vinieron a sujetarme más firmemente con unas sogas. Cuando ya las hubimos pasado y no escuchábamos más ni la voz ni la canción de las Sirenas, al punto mis fieles compañeros se quitaron la cera con la que yo les había taponado los oídos, y me libraron de las cuerdas”.

(Traducción de C. García Gual, Alianza Editorial, Madrid, 2004; con modificaciones)





            El autor romano Higino (que vive entre el siglo I a. C. y el siglo I d. C.) escribió una obra titulada Fábulas mitológicas, en una de las cuales nos ofrece la siguiente información:

Fábula 125: LA ODISEA

            […] 13. Ulises llegó entonces hasta las Sirenas, hijas de la musa Melpómene, que tenían cuerpo de mujer en la parte superior y cuerpo de pájaro en la parte inferior. Su destino era vivir así mientras que los hombres, al oír su canto, no pudieran pasar de largo. Ulises fue advertido por Circe, la hija del Sol, y tapó con cera los oídos de sus compañeros. Así podrían pasar. […]

Fábula 141: LAS SIRENAS

            1. Las Sirenas, hijas del río Aqueloo y de la musa Melpómene, se despreocuparon del rapto de Prosérpina y llegaron a la tierra de Apolo. Allí fueron convertidas en pájaros por voluntad de Ceres, porque no habían ayudado a Prosérpina. 2. Un oráculo les había predicho que vivirían hasta que alguien, al escuchar su canto, pasara de largo. Ulises hizo que se cumpliera este destino, pues, gracias a su astucia, cuando navegaba delante de las rocas en las que ellas habitaban, hizo que se arrojaran al mar. 3. Ellas dieron el nombre De las Sirenas al lugar que está situado entre Sicilia e Italia.

(Trad. de Guadalupe Morcillo, Akal, Madrid, 2008; con modificaciones)



            El autor griego Apolodoro (siglo I – II d. C.) en su obra Biblioteca mitológica incluye el siguiente relato (Epítome VII, 18 – 20):

            Odiseo se hizo a la mar y bordeó la isla de las Sirenas. Las Sirenas eran hijas de Aqueloo y de Melpómene, una de las musas. Sus nombres eran Pisínoe, Agláope y Telxiepia. Una de ellas tocaba la cítara, otra cantaba y la tercera tocaba la flauta, y con estas artes convencían a los navegantes para que se quedaran. Tenían de los muslos hacia abajo forma de pájaros. Cuando se acercó a ellas, Odiseo quiso escuchar su canto, pero por consejo de Circe había taponado con cera los oídos de sus compañeros y había ordenado que a él mismo lo ataran al mástil. Pero, persuadido por las Sirenas, pedía que lo desataran para quedarse, sin embargo sus compañeros lo ataban aún más y así pasó navegando. Las Sirenas habían recibido un oráculo según el cual morirían cuando una nave pasara de largo. Por tanto, murieron.

            (Trad. de José Calderón, Akal, Madrid, 1987; con modificaciones)