martes, 24 de marzo de 2015

PIGMALIÓN

    Hallamos el siguiente relato en las Metamorfosis (Libro X, versos 243 - 297), del poeta latino Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.)

    Pigmalión vivía soltero, sin esposa. No tenía desde hacía ya mucho tiempo una compañera de lecho. Entretanto, esculpió con un arte admirable una estatua de blanco marfil, dándole una belleza ideal, con la que ninguna mujer puede nacer. Y llegó a enamorarse de su propia obra. El rostro de la estatua es de una auténtica doncella, pensarías que vive y, si no lo impidiera el pudor, que quiere moverse. Hasta tal punto el arte se oculta en su propio arte.


    Pigmalión admira su obra y siente en su pecho el fuego del amor por un cuerpo ficticio. Muchas veces acerca sus manos para palpar su obra, para ver si aquello es cuerpo o marfil, sin querer reconocer que solo es marfil. Le da besos creyendo que se los devuelve, le habla, la sujeta y cree que sus dedos agarran los dedos que la tocan, incluso teme que se le amoraten las carnes cuando las aprieta. Unas veces le hace carantoñas, otras veces le lleva los regalos que gustan a las jóvenes: conchas, piedras redondeadas, pequeños pájaros, flores de mil colores, lirios, pelotas pintadas y lágrimas caídas del árbol de las Helíades. También adorna su cuerpo con vestidos. Pone piedras preciosas en sus dedos, pone largos collares en su cuello, de sus orejas hace colgar delicados pendientes, de su pecho cuelga cadenillas. Todo le sienta bien. Pero desnuda no le parece menos hermosa. La coloca en una cama con una colcha teñida de púrpura, la llama compañera de lecho y, reclinándole el cuello, la coloca entre blandas plumas, como si las fuera a sentir.

    Había llegado la fiesta de Venus, el día más celebrado de toda la isla de Chipre. Le habían hecho a Venus un sacrificio de novillas con los cuernos cubiertos de oro; humeaba el incienso ofrecido a la diosa, cuando Pigmalión, una vez cumplido el rito de la ofrenda, se detuvo ante el altar y tímidamente suplicó: "Si podéis, dioses, concederlo todo..., deseo que sea mi esposa...", y sin atreverse a decir: "la doncella de marfil", dijo: "igual que la de marfil".
 

    La dorada Venus, que asistía en persona a sus propias fiestas, entendió qué pretendían aquellas súplicas y, para mostrar que era una diosa benefactora, encendió la llama tres veces y elevó su punta por el aire.

    Cuando volvió a casa, Pigmalión fue a buscar la estatua de su amada y, reclinándose sobre la cama, la besó. Le pareció que estaba templada. Acercó de nuevo sus labios, palpó también su pecho con las manos:  el marfil que tocaba se ablandó y quedó sin rigidez bajo sus dedos, cedió ante ellos igual que la cera del monte Himeto se reblandece bajo el sol y, tocada por el pulgar, se cambia en muchas formas adquiriendo utilidad por el mismo uso.

    Mientras se queda estupefacto, medio se alegra y teme engañarse. De nuevo, enamorado, vuelve a tocar con la mano a la que es objeto de su deseo. Era un cuerpo: laten las venas palpadas por el pulgar. Y entonces Pigmalión, el héroe de Pafos, pronuncia palabras muy elocuentes para dar las gracias a Venus. Finalmente con su boca tocó otra boca que ya no era falsa. La doncella sintió los besos que le daba, se ruborizó y, levantando sus tímidos ojos hacia los de Pigmalión, vio a su enamorado a la vez que el cielo.

    La diosa Venus organizó la boda y asistió a ella. Y, una vez que los cuernos de la luna se unieron nueve veces en un ciclo completo, la doncella de Pigmalión engendró a Pafos, de quien toma nombre la isla.

(Traducción de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Alianza Editorial, Madrid, 1998; con modificaciones)

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