miércoles, 12 de diciembre de 2012

PROMETEO (III)

El siguiente relato lo encontramos en la obra Trabajos y Días (versos 47 y siguientes) del poeta griego Hesíodo (s. VIII a. C.):
Prometeo y Pandora
Zeus les escondió el sustento a los hombres, porque estaba irritado en su corazón, puesto que lo había engañado Prometeo, de mente tortuosa. Por ello, Zeus dispuso tristes preocupaciones para los hombres y les ocultó el fuego. Pero, a su vez, Prometeo, el noble hijo de Jápeto, se lo robó para los hombres al providente Zeus, escondiéndolo en el hueco de una cañaheja, sin que se diera cuenta Zeus que se alegra con el rayo. Y lleno de cólera dijo Zeus el amontonador de nubes:
"¡Hijo de Jápeto, que a todos aventajas en astucia, te alegras de haberme robado el fuego y de haberme engañado, gran calamidad para ti mismo y para los hombres futuros! Yo, a cambio del fuego, les daré un gran mal con el que todos se alegren en su corazón, complaciéndose en su propia desgracia!"
Así habló y se echó a reír el padre de hombres y dioses, y ordenó al muy ilustre Hefesto que inmediatamente mezclara tierra con agua, que formara una hermosa y encantadora figura de doncella que igualara en el rostro a las diosas inmortales y que le infundiera voz humana y fuerza . Luego ordenó que Atenea le enseñara sus labores, a tejer la tela de fino trabajo. A la dorada Afrodita le mandó que derramara sobre su cabeza la gracia, un irresistible deseo y cautivadores encantos; y a Hermes, el mensajero Argifonte, le encargó que pusiera en ella un espíritu cínico y un carácter voluble.
Así habló y ellos obedecieron al soberano Zeus, hijo de Crono. Inmediatamente Hefesto, el ilustre patizambo, modeló con tierra una figura parecida a una casta doncella, por voluntad del hijo de Crono. La diosa Atenea de ojos brillantes ciñó su cintura y la vistió. Alrededor de su cuello las divinas Gracias y la venerable Persuasión le colocaron collares de oro; las Horas de hermosos cabellos la coronaron con flores de primavera. Palas Atenea colocó en su cuerpo toda clase de adornos. Luego, Hermes, el mensajero Argifonte, creó en su pecho mentiras, palabras aduladoras y un carácter voluble, por voluntad de Zeus gravitonante. Hermes, el mensajero de los dioses, le infundió el habla y dio a esta mujer el nombre de Pandora, porque todos los dioses que habitan el Olimpo le concedieron un regalo, desgracia para los hombres que se alimentan de pan.


 Después de cumplir su duro e irremediable engaño, el padre Zeus envió hacia Epimeteo al ilustre Hermes, rápido mensajero, con el regalo de los dioses. Y no se acordó Epimeteo de que Prometeo le había dicho que no aceptara nunca un regalo de Zeus Olímpico, sino que lo devolviera de nuevo para evitar que pudiera ser perjudicial para los mortales. Pero Epimeteo lo recibió y sólo cuando el mal ya no tenía remedio, se dio cuenta.
Pues antes las tribus de hombres vivían sobre la tierra sin penas y libres del duro trabajo y de las penosas enfermedades que ocasionan la muerte a los hombres. Pero aquella mujer, al quitar con sus manos la gran tapa de la tinaja que llevaba, dispersó los males y preparó para los hombres tristes calamidades. Únicamente quedó dentro de las indestructibles paredes de la tinaja la Esperanza y no salió volando hacia la puerta, pues antes Pandora le había puesto la tapa a la tinaja, por voluntad de Zeus portador de la égida y amontonador de nubes.
Pandora abre la tinaja de los males

Y ahora innumerables males revolotean entre los hombres. La tierra y el mar están llenos de desgracias. Unas enfermedades de día y otras de noche van y vienen a su antojo, llevando dolores a los mortales en silencio, porque el prudente Zeus les privó de la voz. Así, no hay ningún medio de escapar de los designios de Zeus.

(Trad. de Mª Antonia Corbera, Madrid, Akal, 1990; con modificaciones)

martes, 11 de diciembre de 2012

PROMETEO (II)

La Biblioteca mitológica de Apolodoro (s. I - II d. C.) recoge lo siguiente (Libro I 45 - 46):
Prometeo, después de modelar a los hombres con agua y con tierra, les dio también el fuego, ocultándolo en una vara, a escondidas de Zeus. Pero cuando este se enteró, le ordenó a Hefesto que clavase el cuerpo de Prometeo en el monte Cáucaso (este es un monte de Escitia). Clavado en él, Prometeo estuvo atado durante muchos años. Cada día caía sobre él un águila que le devoraba los lóbulos del hígado; hígado que volvía a crecer por la noche. Esta fue la pena que cumplió Prometeo por robar el fuego, hasta que al fin lo liberó Hércules, como explicaremos en los capítulos dedicados a Hércules.
(Trad. de José Calderón Felices, Madrid, Akal, 1987; con modificaciones)

Castigo de Prometeo

El mitógrafo romano Gayo Julio Higino (64 a.C. - 17 d. C.) también habla de Prometeo en sus Fábulas:
Fábula 142: PANDORA
Prometeo, hijo de Jápeto, fue el primero en modelar hombres de barro. Después Vulcano, siguiendo las órdenes de Júpiter, creó también de barro a la mujer, a la que Minerva dio la vida y cada uno de los dioses un regalo; por este motivo la llamaron Pandora y fue entregada en matrimonio a su hermano Epimeteo; de ella nació Pirra, de la que se dice que fue creada la primera mortal.

Fábula 144: PROMETEO
1. Antes los hombres pedían el fuego a los inmortales y no sabían cómo mantenerlo para siempre. Después Prometeo lo llevó a la tierra en una férula y les enseñó a los hombres cómo mantenerlo cubierto con cenizas. 2. Por esto, siguiendo las órdenes de Júpiter, Mercurio lo sujetó a una roca con clavos de hierro en el monte Cáucaso y colocó junto a él un águila que le comía el corazón; cuanto comía de día, se rehacía de noche. Después de treinta mil años, Hércules mató al águila y lo liberó.
 (Trad. de Guadalupe Morcillo Expósito, Madrid, Akal, 2008; con modificaciones)

Prometeo y el águila


El mismo Higino, en su obra Astronomía (Libro II 15), presenta la siguiente información:
15. LA FLECHA
1. Al parecer, es una de las armas de Hércules con la que, se dice, mató al águila que se comía el hígado de Prometeo. Sobre este tema, parece oportuno decir algo más. Los antiguos hacían sacrificios a los dioses inmortales con la máxima devoción y estaban acostumbrados a quemar totalmente sus víctimas en la llama sagrada. Así, como los gastos eran excesivos y los pobres no podían ofrecer sacrificios, Prometeo, que gracias a su admirable ingenio se dice que había creado a los hombres, obtuvo de Júpiter que una parte de la víctima fuera arrojada al fuego y la otra se destinara a ser alimento. A la postre, la práctica ha hecho firme este hecho. Como esto había sido ordenado por el dios Júpiter de buena voluntad, no como si de un avaro se tratara, Prometeo sacrificó dos toros. Primero colocó en un altar sus hígados y juntó el resto de la carne de cada toro, recomponiéndolo en una sola pieza y cubriéndolo con una piel de buey. Los huesos los cubrió con el resto de la piel. Los colocó a la vista y le dio a Júpiter la posibilidad de elegir la parte que él quisiera. Este no hizo uso de su inteligencia divina ni, como le corresponde a un dios, fue todo lo previsor que debería haber sido, sino que, puesto que hemos tomado la decisión de creer las leyendas, engañado por Prometeo al confiar en que cada una de las partes era del toro, eligió la parte de los huesos. Así, después de esto, en los sacrificios solemnes y religiosos, tras ser consumida la carne de las víctimas, lo que queda, que es la parte que les había correspondido a los dioses, la queman en el mismo fuego.
 2. Pero volvamos a lo nuestro. Cuando Júpiter descubrió lo sucedido, enfurecido, arrebató a los mortales el fuego, para que el favor de Prometeo no prevaleciera sobre el poder de los dioses ni el uso de la carne les pareciera útil a los hombres, cuando ya no podía ser cocinada. En cuanto a Prometeo, acostumbrado a urdir engaños, pensaba en cómo devolver a los mortales el fuego que les había sido arrebatado por su culpa. Así, alejado de todo el mundo, llegó hasta el fuego de Júpiter, lo redujo y lo encerró en su vara. Gozoso, parecía volar más que correr y agitaba la vara, con el fin de que la emanación del humo, que estaba encerrado en esa angostura, no extinguiera la luz. Todavía hoy, en la mayoría de los casos, los hombres que anuncian una buena noticia llegan rápidos.Además en la competición de juegos se requiere a los corredores que empuñen una antorcha, tal y como hizo Prometeo.
Constelación de la Flecha

 3.Por este motivo, Júpiter, para devolver a los mortales un favor semejante, les entregó una mujer, que fue creada por Vulcano y a la que se concedió todo tipo de regalos gracias a la voluntad de los dioses. Se llamó Pandora. A Prometeo lo ató con una cadena de hierro en una montaña de Escitia, llamada Cáucaso. Según el tragediógrafo Esquilo, permaneció atado durante treinta mil años. Además Júpiter envió un águila para que le devorara constantemente el hígado, que volvía a renacer por la noche. Sobre esta águila hay quienes dicen que había nacido de Tifón y de Equidna; otros dicen que nació de la Tierra y del Tártaro; la mayoría ha mostrado que fue creada por las manos de Vulcano y que Júpiter le dio la vida.
 4. Esto es lo que se nos ha transmitido sobre su liberación. Júpiter, seducido por la belleza física de Tetis, la solicitaba en matrimonio, pero sólo obtenía negativas de la temerosa jovencita. Por aquel entonces - dicen - las Parcas profetizaron el destino que la propia naturaleza quiso que se llevara a cabo. Dijeron, ciertamente, que el que se casara con Tetis tendría un hijo que gobernaría con mayor gloria que su padre. Prometeo, que no por su propia voluntad, sino por necesidad, estaba alerta, anunció a Júpiter lo que había oído. Júpiter, temeroso por lo que en circunstancias semejantes le había hecho a su padre Saturno, para que no le obligaran a abandonar el reino celeste, desechó la idea de tomar a Tetis por esposa y a Prometeo, por su buena acción, le expresó su merecido agradecimiento y lo liberó de las cadenas. Pero había jurado que no lo dejaría totalmente libre, sino que, como recuerdo, le ordenó que rodeara un dedo con una y otra materia, esto es, con piedra y con hierro. Los hombres han tomado esta costumbre, con la que parecen satisfacer a Prometeo, y comenzaron a tener anillos cerrados de piedra y de hierro. Algunos, incluso, han dicho que tuvo una corona para que se dijera que él, victorioso, había cometido una falta impunemente. Así pues, los hombres decidieron llevar coronas en situaciones de máxima alegría y en las victorias. Esto se puede ver en las competiciones y en los banquetes.
5. Pero creo que debo volver al principio del asunto y a la muerte del águila. Euristeo envió a Hércules en busca de las manzanas de las Hespérides. Hércules, que no conocía el camino, llegó hasta Prometeo, que, como hemos dicho más arriba, había sido encadenado en el monte Cáucaso. Prometeo le mostró el camino; cuando Hércules volvió vencedor, aseguró que el dragón había muerto y le dio gracias a Prometeo por su ayuda. Inmediatamente, le rindió en la medida de sus posibilidades todo el honor que merecía. Sorteada esta adversidad, los hombres decidieron que consumirían en el altar de los dioses los hígados de sus víctimas sacrificadas, para que pareciera que se saciaban en compensación por las vísceras de Prometeo. (...)
(Trad. de Guadalupe Morcillo, Akal, Madrid, 2008; con modificaciones)
 

domingo, 9 de diciembre de 2012

PROMETEO (I)

El poeta griego Hesíodo (s. VIII a. C.), en su Teogonía (versos 507 y siguientes), nos refiere lo siguiente:
Genealogía de Prometeo
Jápeto desposó a una joven oceánide de hermosos tobillos, Clímene, y subió a su mismo lecho. Esta dio a luz un hijo, Atlante, de atrevido corazón. Y dio a luz al ilustre Menecio, al hábil y astuto Prometeo y al torpe Epimeteo [...]
El castigo de Prometeo
Al hábil Prometeo Zeus lo ató con inquebrantables ligaduras, dolorosas cadenas, y las hizo pasar por una columna y sobre él envió un águila de alas desplegadas. Esta le comía el hígado inmortal, pero este crecía durante la noche por todas partes en la misma medida en que durante el día devoraba el ave de grandes alas. Pero el valiente hijo de Alcmena de bellos tobillos, Hércules, la mató y apartó aquel castigo cruel del hijo de Jápeto y lo liberó de sus penas, no en contra de la voluntad de Zeus Olímpico, que reina en las alturas, sino para que la gloria de Hércules, nacido en Tebas, fuera incluso mayor que antes sobre la tierra fecunda. Por estos deseos honraba Zeus a su ilustre hijo Hércules y, aunque airado, puso fin a la cólera que tenía antes porque Prometeo se había opuesto a los designios de Zeus, el muy poderoso hijo de Crono.
Castigo de Prometeo

El engaño del sacrificio
En efecto, cuando dioses y hombres mortales se separaron en Mecona, Prometeo presentó un buey que había troceado con gran cuidado, tratando de engañar la mente de Zeus. Pues, por un lado, puso las carnes y las sabrosas entrañas entre la piel, cubiertas con el vientre del buey. Por el otro lado, con arte engañosa, colocó los blancos huesos del buey, cubiertos con brillante grasa. Entonces Zeus, padre de hombres y dioses, le dijo: "¡Hijo de Jápeto, el más ilustre de todos los dioses, amigo mío, qué injustamente hiciste las partes!".
Así habló con gran sarcasmo Zeus, que conoce inmortales consejos. Le contestó Prometeo de mente tortuosa con una suave sonrisa sin olvidar su pérfido engaño: "¡Zeus, el más glorioso y poderoso de los dioses sempiternos! De estas dos partes elige la que en tu pecho te dicte tu corazón". Así habló Prometeo con engaño. Y Zeus, que conoce planes eternos, se dio cuenta y no le pasó inadvertido el engaño, pero en su corazón meditaba calamidades para los hombres mortales y tenía intención de cumplirlas.
 Zeus, con ambas manos, retiró la blanca grasa. Se encolerizó en sus entrañas y la ira le llegó al corazón cuando vio los blancos huesos del buey a causa del engañoso artificio. Desde entonces los hombres queman blancos huesos para los dioses inmortales en perfumados altares. A Prometeo le habló muy indignado Zeus, el amontonador de nubes: "¡Hijo de Jápeto, conocedor de todo tipo de artimañas, amigo mío, en verdad que no has olvidado el arte de los engaños!". Así habló, irritado, Zeus, que conoce inmortales planes eternos. Y, desde entonces, recordando siempre el engaño ya no dirigió sobre los fresnos la llama del fuego infatigable en beneficio de los hombres mortales que habitan sobre la tierra.
El engaño del fuego
Sin embargo, Prometeo, el valeroso hijo de Jápeto, engañó otra vez a Zeus, escondiendo la llama del fuego infatigable, que se ve de lejos, en el hueco de una caña. Hirió con esto el corazón de Zeus, que truena en las alturas, e irritó su corazón cuando vio entre los hombres la llama del fuego que se ve de lejos.
Prometeo roba el fuego
Creación de la mujer
Enseguida, a cambio del fuego, preparó Zeus un mal para los hombres. Pues Hefesto, ilustre patizambo, modeló con tierra una figura parecida a una casta doncella, por voluntad de Zeus, el hijo de Crono. Y la diosa Atenea, de ojos brillantes, le colocó un cinturón y la adornó con un manto de resplandeciente blancura y le puso en la cabeza un velo artísticamente labrado con sus manos, maravilla de ver. Alrededor de su cabeza, Palas Atenea le colocó hermosas coronas hechas de flores frescas. En su cabeza el muy glorioso Hefesto puso una corona de oro que había forjado él mismo, trabajándola con sus manos, para agradar a su padre Zeus. En la corona había labrado artísticamente, maravilla de ver, todos los monstruos formidables que crían la tierra y el mar. Labró en la corona muchos monstruos aquel y en todos resplandecía la gracia, admirables, semejantes a seres vivos dotados de voz.
Creación de la mujer
Después de fabricar este bello mal, a cambio de un bien, la llevó donde estaban los otros dioses y hombres, admirablemente adornada por la diosa de ojos brillantes, Atenea, hija del poderoso Zeus. Y el estupor se apoderó de los dioses inmortales y de los hombres mortales cuando vieron el profundo engaño destinado a los hombres. Pues de ella desciende la estirpe de femeninas mujeres; de ella procede el linaje funesto y las tribus de mujeres, gran desgracia para los mortales; viven con los hombres como compañeras sin adaptarse a la maldita pobreza, sino a la abundancia. Del mismo modo que en las abovedadas colmenas las abejas alimentan a los zánganos, ocupados en obras malvadas, mientras que aquellas durante todo el día hasta la puesta de sol, a diario se afanan y forman blancos panales de miel, en tanto que los zánganos, permaneciendo dentro, en los bien cubiertos panales, recogen en su vientre el fruto de la fatiga ajena; de la misma manera también, como un mal para los hombres mortales, Zeus, que resuena en las alturas, creó a las mujeres, que se ocupan de obras nocivas. Un mal les dio en compensación de un bien. [...]
Así, no es posible engañar ni escapar de la voluntad de Zeus; pues ni siquiera el hijo de Jápeto, el bienhechor Prometeo, pudo escapar de la terrible cólera de aquel, sino que por la fuerza, a pesar de ser muy astuto, se vio sujeto por una fuerte cadena.

(Trad. de Mª Antonia Corbera, Madrid, Akal, 1990; con modificaciones)

sábado, 1 de diciembre de 2012

ORFEO

El poeta épico Apolonio de Rodas (s. III a. C.) en su obra Las Argonáuticas (Libro I, versos 23 y siguientes) presenta a los héroes que acompañaron a Jasón en su expedición a la Cólquide; Orfeo es uno de esos héroes y de él se dice:
Primero, pues, recordemos a Orfeo, al que en tiempos la propia Calíope, unida al tracio Eagro, había dado a luz cerca de la cima de Pimplea. Dicen de él que encantaba en los montes los duros peñascos y las corrientes de los ríos con el son de sus cánticos. Y las silvestres encinas, testimonio del poder de su música, sobre la costa tracia de Zona avanzan frondosas en orden espeso, aquellas encinas que, hechizadas con su lira, hizo descender desde Pieria. Tal era Orfeo, soberano de la Pieria bistónide, al que Jasón, el hijo de Esón, acogió como auxiliar en su aventura, siguiendo los consejos de Quirón.
(Trad. de Máximo Brioso, Madrid, Cátedra, 1986; con modificaciones)


Eratóstenes de Cirene (s. III a. C.) en su obra Catasterismos, una especie de mitología del firmamento, cuando explica la constelación de la Lira (cap. 24), relata esto:
La Lira se halla en noveno lugar, y pertenece a las Musas. Hermes la fabricó por vez primera, a partir de una tortuga y de las vacas de Apolo. Tuvo siete cuerdas, o bien por los siete planetas, o bien por las Atlántides. Pasó a poder de Apolo, que le unió el canto en armonía y, tras componer una canción, se la entregó a Orfeo. Este, que era hijo de Calíope, una de las Musas, hizo que las cuerdas fueran nueve, por el número de las Musas. Orfeo sobresalió mucho entre los hombres, alcanzando tanta fama que existió sobre él la creencia de que amansaba las fieras mediante su canto. Después de descender al Hades en busca de su mujer y de ver cómo era aquel lugar, no honró ya a Dioniso (gracias al cual había alcanzado su fama), pero, en cambio, consideró a Helio el más grande de los dioses, al que también llamó Apolo. Tras despertar de noche, cerca del amanecer, y subir al monte Pangeo, aguardó la salida del sol para ver la aparición de Helio. Por ello, Dioniso, enfurecido, le envió a las Basárides, según  dice Esquilo, el poeta trágico. Estas lo despedazaron y arrojaron sus miembros a diferentes lugares. Pero las Musas los reunieron y los enterraron en los llamados Libetros. Como no tenían a quien darle la lira, le pidieron a Zeus que la transformara en una constelación, para que quedara memoria de Orfeo y de las Musas entre las constelaciones. Zeus accedió, y quedó así colocada. Posee una cualidad que hace referencia a la desgracia de Orfeo: se oculta en cada estación. La Lira tiene una estrella en cada cuerno, una también en el extremo de cada codo, una en cada brazo, una en el puente, una en la base, blanca y brillante. Ocho en total.
(Trad. de Manuel Sanz Morales, Madrid, Akal, 2002; con modificaciones)

Constelación de la Lira


El mitógrafo Apolodoro (s. II d. C.) en su Biblioteca mitológica (Libro I 14 - 15) expone lo siguiente:

De Calíope y de Eagro, o de Apolo, según se dice, nacieron Lino, al que mató Hércules, y Orfeo, que practicaba el canto con cítara y movía piedras y árboles. Cuando murió su mujer, Eurídice, mordida por una serpiente, bajó al Hades con la intención de subirla y convenció a Plutón de que la enviase hacia arriba. Este prometió que lo haría si Orfeo, al marcharse, no se diera la vuelta hasta llegar a su casa; pero él, desconfiado, se volvió y miró a su mujer, que de nuevo regresó abajo. Orfeo, por otra parte, inventó los misterios de Dioniso y fue enterrado en Pieria, después de ser despedazado por las ménades.
(Trad. de José Calderón Felices, Madrid, Akal, 1987; con modificaciones)



El mitógrafo romano Higino (64 a. C. - 17 d. C. ) en su Fábula 164 recoge la información que sigue:

3. [...] Orfeo se enamoró de la ninfa Eurídice, la cautivó con el sonido de su cítara y se casó con ella. Mientras el pastor Aristeo, enamorado de ella, la perseguía, en la huida cayó sobre una serpiente y murió. Su marido bajó a los Infiernos y aceptó la condición de que no volvería el rostro para mirarla. Pero se dio la vuelta para observarla y, nuevamente, la perdió.
(Trad. de Guadalupe Morcillo, Madrid, Akal, 2008)


ORFEO Y EURÍDICE

Seguimos el relato de las Metamorfosis (Libro X, versos 1 - 77) del poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.):

Una boda con malos presagios

    Desde allí por el inmenso cielo se aleja el dios del matrimonio, Himeneo, cubierto con un manto color azafrán, y se dirige hacia la orilla de los cícones en las tierras de Tracia. En vano invoca la voz de Orfeo a este dios. Himeneo, sin duda, estuvo presente en el enlace de Orfeo y Eurídice, pero no llevó palabras solemnes ni rostros alegres ni un augurio favorable. Incluso la antorcha que sostenía centelleó sin parar con humo lacrimógeno, sin encontrar ningún fuego en sus movimientos. El desenlace de todo fue peor que el presagio.

Orfeo y Eurídice


Muerte de Eurídice y descenso a los infiernos

    En efecto, cuando Eurídice, la novia, paseaba por un prado acompañada de un grupo de náyades, murió al sufrir en el tobillo la mordedura de una serpiente. Después de llorarla mucho Orfeo, lanzando sus lamentos hasta las brisas celestiales, y para no dejar de tantear incluso a las sombras de los muertos, se atrevió a descender hasta la Estige por la puerta del Ténaro; por entre gente sin cuerpo y fantasmas que habían recibido sepultura llegó ante Perséfone y Hades, el soberano que domina los desagradables mundos de las sombras, y, tras pulsar las cuerdas de su lira al ritmo de su canto, dijo así:

    "¡Dioses del mundo infernal, al que caemos todos los que nacemos mortales, si está permitido y me dejáis decir la verdad sin los rodeos de una boca falsa, no he bajado aquí para ver el tenebroso Tártaro ni para encadenar las tres gargantas de Cérbero, erizadas de culebras del mostruo meduseo. El motivo de mi viaje es mi esposa, sobre la que una vívora al ser pisada derramó su veneno y le arrebató sus prometedores años. Quise soportarlo y no diré que no le he intentado, pero venció el Amor. Este dios es bien conocido en las regiones de arriba; si lo es también aquí -lo dudo-, pero sospecho que también aquí lo es y, si el rumor de un antiguo rapto no ha mentido, a vosotros os unió también Amor. ¡Yo, por estos lugares llenos de miedo, por este Caos enorme y por el silencio de este inmenso reino, os suplico, volved a tejer el destino acortado de Eurídice! Todos acabamos viniendo aquí y, tardemos más o menos, nos dirigimos deprisa a un único lugar. Aquí nos encaminamos todos, esta es la última morada y vosotros habitáis los reinos más extensos del género humano. También Eurídice, cuando cumpla oportunamente los años que le corresponden, será de vuestro dominio: pido como regalo poder disfrutar de ella unos años más. Pero si los destinos le niegan este favor a mi esposa, he decidido no regresar: alegraos así con la muerte de los dos."


    Mientras decía esto y movía las cuerdas al son de sus palabras, lloraban por él las almas sin vida: Tántalo no intentó coger el agua huidiza, quedó parada la rueda de Ixíon, las aves no arrancaron el hígado de Prometeo, quedaron libres de urnas las Bélidas, y tú, Sísifo, te sentaste en tu propia roca. Entonces por primera vez, se dice, las mejillas de las Euménides, vencidas por el canto, se humedecieron de lágrimas; ni Perséfone, la regia esposa, ni Hades, quien rige lo más profundo, se atreven a decir que no a quien suplica y llama a Eurídice. Ella estaba entre las sombras recientes y avanzó con paso lento a causa de la herida. El rodopeo Orfeo la recibió con la condición de no volver atrás sus ojos hasta haber salido de los valles del Averno o el regalo quedaría sin efecto.

Trágico desenlace

    Orfeo y Eurídice toman un camino en pendiente a través de mudos silencios, abrupto, oscuro, lleno de densa niebla. Y no estaban lejos del límite de la tierra de arriba: allí, temiendo que desfalleciera y ansioso por verla, volvió el enamorado los ojos y, en ese instante, ella cayó de nuevo y, extendiendo sus brazos y luchando por ser alcanzada y alcanzar, la desgraciada no coge nada sino las brisas que se le escapan. Y al morir ya de nuevo, no se quejó para nada de su esposo (pues, ¿de qué se podía quejar salvo de ser amada?), dio el último "adiós" que ya apenas aquel recibió en sus oídos y de nuevo volvió al mismo lugar.

Orfeo y Eurídice (Rubens)

    Orfeo, con la doble muerte de su esposa, quedó estupefacto, igual que aquel que quedó petrificado después de haber visto, lleno de miedo, los tres cuellos del perro Cérbero (cuyas cadenas lleva el cuello del medio) o igual que Óleno, quien se arrastró a sí mismo al crimen y quiso pasar por culpable, o igual que tú, confiada en tu belleza, desgracida Letea, corazones muy unidos en otro tiempo, ahora piedras, que sostiene el húmedo monte Ida.

    El barquero Caronte había rechazado a Orfeo, que en vano suplicaba para pasar de nuevo al mundo infernal. Sin embargo, Orfeo estuvo siete días sentado en la orilla, desaliñado y sin alimento, don de Ceres: la pena, el dolor de su alma y las lágrimas fueron su sustento. Tras quejarse de la crueldad de los dioses del Érebo, se retiró al elevado Ródope y al Hemo, azotado por los aquilones.

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)

lunes, 26 de noviembre de 2012

FAETÓN (V)

Presentamos en esta postal testimonios sobre Faetón (o Faetonte) que se hallan en otros autores.

Paléfato, un mitógrafo griego quizá del siglo IV a. C., en su obra Sobre fenómenos increíbles (cap. 52), relata:

Faetonte, el hijo de Helio, tuvo el deseo irreflexivo de guiar el carro de su padre. Entre abundantes súplicas y lágrimas lo convenció. Mas, cuando montó al carro y empezó a fustigar a los caballos, no sabía llevar bien las riendas, ni era capaz de conducirlos con firmeza y sin agitación. Arrastrado por los caballos, que se movían con un enorme ímpetu y altivez, se acercó a la tierra y en una sacudida cayó al río Erídano y se ahogó, por lo que muchas tierras circundantes se consumieron abrasadas por el fuego.

Otro mitógrafo griego llamado Heráclito - del que no se sabe nada -, en su obra titulada Refutación o enmienda de relatos míticos antinaturales (cap. 22), nos aporta esta breve información:
Faetonte, que era hijo de Helio, tuvo el deseo de subir al carro de su padre y guiarlo. Pero como hizo esto sin tener práctica y los hombres perecieron abrasados, Zeus lo fulminó con el rayo.
(Traducciones de Manuel Sanz Morales, Madrid, Akal, 2002; con modificaciones)




El mitógrafo romano Gayo Julio Higino (64 a. C. - 17 d. C.) en su Fábula 152 recoge lo siguiente:

1. Faetón, hijo del Sol y de Clímene, subió a escondidas al carro de su padre y se elevó muy alto desde la tierra. Por miedo cayó al río Erídano. Júpiter lo golpeó con un rayo y todo comenzó a arder. 2. Para acabar con toda la raza humana siviéndose de alguna excusa, Júpiter fingió querer sofocar el fuego y desbordó los ríos por todas partes. Así terminó con la totalidad de los mortales, con la excepción de Pirra y Deucalión. 3. Las hermanas de Faetón, por su parte, como habían uncido los caballos contra la voluntad de su padre, fueron transformadas en álamos.

El mismo mitógrafo, en la Fábula 154, titulada "Faetón de Hesíodo", expone:

1. Faetón, hijo de Clímeno, hijo del Sol, y de la ninfa Mérope, que para nosotros es una Oceánide, cuando supo, por testimonio de su padre, que el Sol era su abuelo, hizo un mal uso del carro que había conseguido. 2. Cuando era conducido cerca de la tierra, todo se abrasó con el fuego que estaba próximo y, golpeado por un rayo, cayó al río Po; a este río los griegos lo llamaron Erídano y Ferécides fue el primero que lo nombró. 3. Los indios, por su parte, como el calor del fuego estaba próximo, cambiaron de color su sangre; por eso se volvieron negros. En cuanto a las hermanas de Faetón, mientras lloraban la muerte de su hermano, fueron convertidas en álamos. 4. Sus lágrimas, como cuenta Hesíodo, solidificadas, se conviertieron en ámbar; reciben el nombre de Helíades. Son Mérope, Helie, Egle, Lampetie, Febe, Eterie y Dioxipe. 5. Cicno, rey de Liguria, que era pariente de Faetón, mientras lloraba por la muerte de su familiar, fue convertido en cisne. Este también canta tristemente al morir.

(Traducciones de Guadalupe Morcillo Expósito, Madrid, Akal, 2008)

 

jueves, 22 de noviembre de 2012

FAETÓN (IV)

Sigue el relato de las Metamorfosis (II 260 - 366 ) de Ovidio:

Sigue la catástrofe. La Tierra pide auxilio

Todo el suelo salta en pedazos; por las grietas penetra la luz hasta el Tártaro y espanta a Hades, el rey infernal, y a su esposa Prosérpina. El mar se encoge; lo que antes era un océano ahora es un campo de arena. Los montes que cubría el mar profundo salen a la superficie y engrosan el número de las islas Cícladas. Los peces buscan las profundidades, y los curvos delfines no se atreven a elevarse sobre las aguas hacia los aires, como solían. Cuerpos de focas flotan panza arriba y sin vida en la superficie del mar; se cuenta que incluso el mismísimo Nereo, Doris y sus hijas se ocultaron en cuevas... ¡de aguas templadas! Tres veces se atrevió Neptuno a sacar por encima de las aguas sus brazos y su rostro enojado, tres veces no pudo soportar el aire abrasador.

Pero la Tierra que nos alimenta, rodeada como estaba por el océano, entre las aguas del mar y las fuentes que por todas partes se habían retirado y escondido en las entrañas de su tenebrosa madre, reseca hasta el cuello, alzó su rostro oculto, se puso su mano sobre la frente y, sacudiéndolo todo con un gran temblor, se agachó un poco y se situó más bajo que de costumbre, y con voz seca habló así: "Si es tu voluntad y lo he merecido, ¿por qué se hacen esperar tus rayos, Júpiter? Si he de perecer por la violencia del fuego, concédeme perecer por tu fuego y sé tú el causante de mi infortunio. A duras penas puedo abrir mi boca para pronunciar estas palabras" - el bochorno le cerraba la boca -; "¡mira, fíjate en mis cabellos chamuscados y en el montón de pavesas que hay sobre mis ojos y sobre mi rostro! ¿Esta es la recompensa, este es el premio con el que pagas mi fertilidad y mis servicios, como soportar las heridas del curvo arado y de los rastrillos, y sufrir tormentos el año entero, o como suministrar forraje y tiernos pastos al ganado, cosechas al género humano, incluso inciensos a los dioses? Pero, suponiendo que yo merezco la destrucción, ¿qué mal han hecho las aguas, qué mal ha hecho tu hermano Neptuno? ¿Por qué decrecen los mares que le tocaron en suerte y se alejan tanto del cielo? Y si el afecto por tu hermano y por mí no te conmueve, ¡al menos ten piedad de tu propio cielo! Mira a ambos lados; los dos polos ya están humeando; si el fuego llega a dañarlos, se derrumbará vuestro palacio. Ahí tienes al propio Atlante en apuros; apenas puede sostener sobre los hombros la bóveda celeste en llamas. Si los mares, la tierra y el aire desaparecen, volveremos al antiguo caos. Salva de las llamas lo que queda en pie, y protege el universo". Esto dijo la Tierra - pues no pudo soportar el bochorno por más tiempo ni seguir hablando - y replegó su cabeza hacía sí y hacia las grutas cercanas a los manes.


Intervención de Júpiter

Júpiter, el padre todopoderoso, tras poner por testigos a los dioses y al mismo que había concedido el carro, de que si él no acude en socorro, todo se destruiría con funesto destino, sube a la elevada fortaleza, desde donde suele lanzar las nubes sobre la vasta tierra, desde donde descarga los truenos y blande y arroja los rayos. Pero entonces no tenía nubes que lanzar sobre la tierra ni lluvias que enviar desde el cielo; truena y, blandiendo un rayo junto a su oreja derecha, lo lanzó contra el conductor, arrojándolo de la vida y del carro, y con cruel fuego apagó el fuego. Se espantan los caballos y, dando un salto en sentido contrario, liberan sus cuellos del yugo y abandonan las riendas, ya rotas. Allí está tirado el bocado, allí el eje descuajado de la lanza, por aquí los radios de las ruedas destrozadas y por todas partes hay restos del carro hecho pedazos.

Final de Faetón

Faetón, con las llamas devorándole sus rubios cabellos, rueda en el vacío y recorre por los aires un largo trayecto, tal como a veces una estrella, aunque no llega a caer, puede parecer que ha caído del cielo sereno. Lejos de su patria, en el rincón opuesto del mundo, lo acoge el gigantesco  río Erídano y le lava su tiznado rostro. Aún humeando por tres lenguas de fuego, las náyades de Hesperia le dan sepultura a su cuerpo y graban en piedra el siguiente epitafio: AQUÍ YACE FAETÓN, CONDUCTOR DEL CARRO DE SU PADRE; AUNQUE NO FUE CAPAZ DE GOBERNARLO, AL MENOS MURIÓ POR SU GRAN OSADÍA.

Duelo de sus padres

Ya el Sol, su desdichado padre, había escondido el rostro, desencajado por un intenso dolor y, si damos crédito a la leyenda, transcurrió un día sin sol: los incendios daban luz, y de este modo alguna utilidad hubo en aquel desastre. Por su parte, su madre, Clímene, después de decir todo lo que hay que decir en tan gran desgracia, de luto, fuera de sí y desgarrándose el pecho, recorrió el mundo entero. Busca primero los miembros inertes de su hijo, luego los huesos... y los halló, eso sí, enterrados en una ribera extranjera. Se arrodilló en aquel lugar y, tras leer el nombre sobre el mármol, lo regó de lágrimas y le dio calor con su pecho desnudo.

Duelo y metamorfosis de sus hermanas, las Helíades

No le lloran menos sus hermanas, las Helíades, y, vana ofrenda para un muerto, derraman lágrimas, se golpean sus pechos con las manos, llaman día y noche a Faetón -quien nunca podrá oír sus lastimeras quejas - y se arrodillan ante su tumba. Cuatro veces había completado la Luna su esfera juntando sus cuernos; ellas, siguiendo su costumbre (pues la práctica ya se había hecho costumbre), estuvieron entregadas al llanto. Una de ellas, Faetusa, la mayor de las hermanas, al querer arrodillarse en la tierra, se quejó de que sus pies estaban rígidos. Al intentar acercarse a ella, la brillante Lampetie se ve frenada de repente por una raíz; la tercera, cuando quería mesarse el pelo con sus manos, arrancó hojas; la una se lamenta de que un tronco ocupa el lugar de sus piernas, la otra de que sus brazos se han transformado en largas ramas. Mientras se maravillan de esto, una corteza rodea sus ingles y poco a poco envuelve su vientre, su pecho, sus hombros y sus manos; solo quedaban las bocas, que llamaban a su madre. ¿Qué puede hacer la madre, salvo ir acá y allá, adonde le arrastran sus impulsos, y darles besos, mientras puede? No le basta; intenta arrancar sus cuerpos de los troncos y con sus manos rompe las tiernas ramas, pero de ellas manan, como de una herida, gotas de sangre. "Detente, madre, por favor" - gritan todas las que están heridas - "detente, por favor; es mi cuerpo lo que desgarras en el árbol. Y ahora, adiós". La corteza de álamo negro selló sus últimas palabras. De ellas fluyen lágrimas, y se endurece al sol el ámbar que gotea de sus ramas nuevas, ámbar que el transparente río recoge y envía a las jóvenes latinas para que lo luzcan.


Metamorfosis de las Helíades


(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)

miércoles, 21 de noviembre de 2012

FAETÓN (III)

Continúa el relato de las Metamorfosis (II 150 - 259) de Ovidio:

Faetón toma el carro

Pero Faetón, con su cuerpo juvenil, toma posesión del ligero carro, se monta en él, se alegra de coger en sus manos las ligeras riendas y da luego gracias a su reacio padre. Mientras tanto, los veloces Pirois, Eoo, Etón y, en cuarto lugar, Flegonte, los caballos del Sol, llenan los aires con relinchos de fuego y golpean con sus patas las barreras. Después de que Tetis, desconocedora del destino de su nieto, las retiró y los caballos tuvieron libre el paso de acceso al inmenso cielo, emprendieron su veloz camino; galopando por el firmamento, atraviesan las nubes y, elevándose con sus alas, dejan atrás a los euros, vientos que partieron de la misma región.

La gran catástrofe

Pero la carga era ligera e irreconocible para los caballos del Sol, y el yugo no tenía su peso habitual. Igual que cabecean las curvas naves que no tienen su debido peso, arrastradas a la deriva por su excesiva ligereza, así el carro, que carece de la acostumbrada carga, da botes en el aire y sufre violentas sacudidas, como si el carro estuviera vacío. Cuando se dieron cuenta de quién era su conductor, los cuatro caballos se desbocan, abandonan el camino habitual y ya no corren con el orden de antes. Faetón se asusta, no sabe cómo dirigir las riendas que le habían sido confiadas y, aunque lo supiera, tampoco podría controlarlas.

Los caballos no reconocen al nuevo dueño...

Entonces por primera vez se calentaron con los rayos solares los helados Triones y en vano intentaron bañarse en el mar que les está vedado; la Serpiente que está situada junto al polo glacial, entumecida antes por el frío e inofensiva, se calentó y cobró con los ardores una rabia desconocida. También tú, Boyero, cuentan que huiste sobresaltado, a pesar de que eras lento y te frenaba tu carreta. Pero cuando desde lo más alto del cielo el desdichado Faetón avistó las tierras que se extendían muy al fondo, palideció, las rodillas le temblaron presas de un repentino temor, y entre tan gran luz aparecieron tinieblas en sus ojos. En ese momento deseó no haber tocado jamás los caballos de su padre; se arrepiente de haber comprobado su origen y de haber triunfado con sus súplicas; desea vivamente que se le llame hijo de Mérope, mientras es arrastrado igual que un barco empujado por el violento viento bóreas, cuyo piloto ha soltado el inútil timón, abandonándolo a los dioses y a las plegarias. ¿Qué hacer? Mucho cielo ha quedado a sus espaldas, pero ante sus ojos hay mucho más. Mide mentalmente ambos trechos; tan pronto mira a occidente, que el destino no le permitirá alcanzar, como vuelve su mirada hacia oriente. Sin saber qué hacer, queda paralizado y ni suelta las riendas ni es capaz de sujetarlas, ni conoce los nombres de los caballos. Espantado, ve además, diseminadas por el variado cielo, todo tipo de maravillas y de imágenes de fieras gigantescas.


Hay un lugar donde el Escorpión curva sus brazos en doble arco, y con la cola y las pinzas dobladas en ambos lados, extiende sus miembros en el espacio de dos signos. Cuando Faetón lo vio, empapado en el sudor de su negro veneno y amenazando herirle con su curvado aguijón, suelta las riendas, enloquecido por un helado terror. Cuando las riendas abandonadas tocaron las grupas de los caballos, estos se salen de la ruta y, desbocados, galopan por los aires de una región desconocida; se lanzan, sin freno, a donde les lleva su impulso. Arremeten contra las estrellas fijas en el elevado firmamento, arrastran el carro por lugares impracticables, y tan pronto se encaminan a las alturas, como por taludes y barrancos se dirigen a las proximidades de la tierra. La Luna se sorprende de que los caballos de su hermano galopen por debajo de los suyos. Las nubes, abrasadas, se evaporan. La tierra es pasto de las llamas, sobre todo en las regiones elevadas; la tierra se resquebraja, se agrieta y, privada de humedad, se seca. Los pastos blanquean, los árboles arden con sus hojas y los sembrados, resecos, proporcionan combustible para su propia ruina.

Me estoy quejando de cosas insignificantes; desaparecen grandes ciudades con sus murallas, los incendios convierten en cenizas naciones enteras junto con su población. Arden selvas y montes, arde el Atos, el Tauro de Cilicia, el Tmolo, el Oite, el Ida - ahora seco, antes rico en fuentes - y el virginal Helicón y el Hemo que antes no era de Eagro. Arde el Etna con fuegos redoblados hasta lo infinito, y el Parnaso de dos cimas, y el Érix, el Cinto y el Otris, y el Ródope, que por fin se verá libre de las nieves, el Mimante, el Díndima, el Mícale, y el Citerón, creado para el culto. Y de nada le sirven a la Escitia sus fríos; arde el Cáucaso, y el Osa junto con el Pindo, y, más alto que ambos, el Olimpo, y los encumbrados Alpes y el nuboso Apenino.

Faetón ve el mundo en llamas...

Entonces Faetón ve por todas partes el mundo en llamas; no soporta el calor sofocante; el aire que respira es hirviente, como si procediera del fondo de un horno; su carro, lo nota al rojo vivo, ya no puede soportar las cenizas y las pavesas que se desprenden. Por todas partes lo envuelve una abrasadora humareda y, como está envuelto en oscuras tinieblas, no sabe dónde está ni adónde se dirige y se ve arrastrado a capricho de los caballos voladores. Se cree que entonces tomaron los pueblos etíopes la tez morena porque la sangre les subió a la superficie del cuerpo; entonces la Libia se hizo un desierto, al arrebatarle el calor toda la humedad; entonces las ninfas, con los cabellos en desorden, lloraron por las fuentes y los lagos; en vano la región de Beocia busca la fuente de Dirce, Argos la de Amimone, Éfira las aguas de Pirene. Tampoco los ríos caudalosos quedan a salvo; se evaporó el Tanais en medio de sus ondas, y el Peneo y el Caíco de Teutrante y el rápido Ismeno junto con el foceo Erimanto y el Janto, que aún habría de arder de nuevo, y el rubio Licormas y el Meandro que juega con su curso sinuoso y el migdonio Melas y el Eurotas del Ténaro. Ardió también el babilonio Éufrates, ardió el Orontes y el veloz Termodonte y el Ganges y el Fasis y el Istro. Hierve el Alfeo, arden las orillas del Esperquío, el oro que arrastra el Tajo en su caudal se funde con el fuego; las aves fluviales, que con su canto poblaban las riberas de Meonia, se abrasaron en la mitad del Caistro. El Nilo huyó aterrorizado al confín del mundo y ocultó su cabeza, que aún hoy permanece escondida; sus siete bocas están vacías y polvorientas, sus siete cauces quedan sin agua que fluya. Idéntica catástrofe seca los ríos del Ísmaro, el Hebro y el Estrimón, y los de Hesperia, el Rin, el Ródano, el Po y el río al que estaba prometido el imperio del mundo, el Tíber.

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)

lunes, 19 de noviembre de 2012

FAETÓN (II)

Seguimos con el relato contenido en las Metamorfosis (Libro II, versos 49 - 149) de Ovidio:

Arrepentimiento del Sol

Se arrepintió el Sol de haber hecho tal juramento; sacudió tres y cuatro veces su cabeza luminosa, y dijo: "Mis palabras, por causa de las tuyas, han sido temerarias. ¡Ojalá pudiera no darte lo prometido! Lo confieso, solo eso te negaría, hijo. Pero sí me está permitido disuadirte. ¡Tu deseo no está libre de peligro! Pides algo grande, Faetón, un regalo que no cuadra con tus fuerzas ni con tu edad. Tu condición es mortal; lo que tú pides no es propio de un mortal. Por ignorancia ambicionas incluso más de lo que pueden alcanzar los dioses. Aunque cada cual esté satisfecho de sí mismo, nadie, excepto yo, es capaz de sostenerse sobre el carro portador del fuego. Ni siquiera Júpiter, el soberano del amplio Olimpo, que con su terrible diestra lanza rayos implacables, conducirá este carro; ¿y qué tenemos más grande que Júpiter?

El Sol (Helio)

Consejos del Sol

La primera parte del camino es ascendente y por ella, de mañana, aún frescos, los caballos suben con dificultad. La parte central del camino es la cima del cielo; desde allí, hasta a mí me da miedo a veces contemplar el mar y la tierra, y mi corazón palpita sobrecogido de espanto. La última parte del camino es descendente y es necesario sujetar firmemente las riendas; incluso la que me acoge arropándome con sus olas, la mismísima Tetis, tiene miedo de que yo me caiga al abismo. Ten en cuenta además que el cielo tiene un continuo movimiento circular y atrae a las lejanas constelaciones y las hace girar en una veloz rotación. Yo opongo resistencia y no me vence el mismo impulso que a los demás astros, sino que me desplazo en sentido contrario que la rápida órbita del cielo.

Supón que te he dado el carro: ¿qué vas a hacer? ¿Podrías soportar la rotación de los polos sin que su veloz eje te arrastre consigo? Quizá imagines que en el cielo hay bosques y ciudades y templos llenos de ofrendas. Al contrario, el camino discurre entre peligros y figuras de terribles animales. Aunque mantengas tu camino y no te salgas de él, tendrás que pasar, así y todo, por entre los cuernos del Toro que te cerrará el paso,el Arco hemonio, las fauces del León sanguinario, el Escorpión que curva sus fieras pinzas con largo abrazo y el Cangrejo que curva las pinzas de un modo distinto. Tampoco te será fácil dominar mis caballos, inflamados por los fuegos que llevan en el pecho y que exhalan por morros y hocicos. Apenas me toleran a mí, cuando sus fuerzas se acaloran y su cerviz se resiste a las riendas. ¡Pero tú, hijo, puedes evitar que te haga un regalo mortal! ¡Cambia tu deseo, ahora que puedes! ¿Así que para creer que eres hijo de mi sangre me pides garantías seguras? Garantías seguras te doy con mi temor, y mi angustia de padre prueba que soy tu padre. Mira, contempla mi rostro, y ¡ojalá pudieras clavar tus ojos en mi pecho y ver las profundas preocupaciones de un padre! En fin, considera todo lo que contiene el mundo y de entre tantas y tantas riquezas del cielo, del mar y de la tierra pídeme algo; pídemelo, que te lo daré. Te suplico que renuncies solo a esto, que en realidad es un castigo, no un regalo; un castigo, Faetón, es lo que pides y no un regalo. ¿Por qué, insensato, rodeas mi cuello con tus tiernos brazos? No lo dudes, te daré - pues lo he jurado por la laguna Estigia - cualquier cosa que desees, pero desea tú algo más prudente".

El Sol

Tales fueron los consejos del Sol, pero Faetón rechaza sus palabras, persiste en su empeño y arde en deseos del carro. Por tanto, su padre, después de retrasarlo cuanto pudo, condujo al joven ante el sublime carro, obra de Vulcano. Su eje era de oro, de oro era la lanza, de oro las llantas que recubrían las ruedas, de plata el haz de radios. En el yugo crisólitos y gemas artísticamente dispuestas emitían un vivo resplandor, reflejos de Febo.

Preparación del carro

Y mientras el esforzado Faetón admira todo aquello y contempla su maravillosa fabricación, he aquí que por el luminoso oriente la Aurora, madrugadora, ha abierto sus puertas purpúreas y su atrio lleno de rosas; huyen las estrellas cuya marcha cierra el Lucero, el último en abandonar la guardia del cielo. Cuando el Sol vio que el Lucero se encaminaba a la tierra, que el cielo ya se enrojecía y que los cuernos de la Luna desaparecían, ordena a las veloces Horas que unzan los caballos. Las Horas ejecutan rápidamente la orden, traen de sus altos pesebres a los caballos, vomitando fuego y cebados con el jugo de ambrosía; enseguida les ponen los resonantes frenos.


Últimos consejos

Entonces el padre untó el rostro de su hijo con una crema divina, haciéndolo capaz de soportar el fuego abrasador, colocó unos rayos sobre su cabeza y, exhalando de su angustiado pecho suspiros que presentían la desgracia, le dijo: "Si al menos puedes hacer caso de estos otros consejos de tu padre, hijo, usa poco la aguijada y más las riendas. Los caballos galopan por sí solos; lo difícil es refrenar su brío. No escojas la ruta que atraviesa en línea recta los cinco arcos; hay un camino trazado en oblicuo, con amplia curva, que, limitándose a tres de las zonas, evita tanto el polo austral como la Osa junto con los aquilones. Encamínate por ahí; verás claramente los surcos de mis ruedas. Y para que cielo y tierra soporten igual temperatura, no hagas descender el carro ni lo eleves por el alto firmamento. Si vas hacia arriba, quemarás las mansiones celestes; si vas hacia abajo, abrasarás la tierra. Por el medio irás con plena seguridad. Tampoco gires las ruedas a la derecha, dirigiéndote hacia la enroscada Serpiente, ni a la izquierda hacia el Altar. Mantente entre ambos. Lo demás lo encomiendo a la Fortuna, la cual deseo que te ayude y que te proteja más que tú a ti mismo. Pero mientras te hablo, la húmeda noche ya ha llegado a occidente y no puedo retrasar más la salida del Sol. Se me reclama, y la Aurora, después de ahuyentar las tinieblas, luce ya. Coge las riendas en tus manos, o si tu voluntad puede aún cambiarse, haz uso de mis consejos y no de mi carro, mientras puedes y aún estás sobre la tierra firme y mientras todavía no pisas el carro en mala hora deseado.¡Déjame a mí dar a la tierra una luz que tú puedas contemplar sin peligro!"

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)


domingo, 18 de noviembre de 2012

FAETÓN (I)

El siguiente relato lo cuenta el poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.) en su obra Las Metamorfosis (Libro I 748 - 779; Libro II 1 - 48):

La acusación de un padre falso

Ahora, por fin, se considera a Épafo descendiente del gran Júpiter y en las ciudades tiene templos juntamente con su madre Ío. Épafo tuvo un igual a él en edad y en carácter, el hijo del Sol, Faetón. En una ocasión en que este presumía de no ser inferior a Épafo y se enorgullecía porque su padre era Febo, no lo soportó Épafo y le dijo: "Estás loco por creer en todo a tu madre y presumes por la idea de un padre falso". Faetón se ruborizó y con el rubor reprimió su rabia; finalmente le contó a su madre, Clímene, los insultos de Épafo, diciéndole: "Para que te sea más doloroso, madre, yo, el sincero, yo, el atrevido, he guardado silencio. Me avergüenza que estos insultos se hayan podido pronunciar y no se hayan podido desmentir. Pero tú, si de verdad he sido engendrado de estirpe celeste, dame una prueba de mi alta cuna y confirma mi pertenencia al cielo."



Así habló Faetón y se abrazó al cuello de su madre y, por la cabeza de Mérope y por la suya propia y por las antorchas de sus hermanas, le rogó que le diera señales de su verdadero padre. Clímene, no se sabe si conmovida más por las súplicas de Faetón o por la rabia que le daba la acusación que Épafo pronunció, extendió sus dos brazos al cielo y, mirando a la luz del Sol, dijo: "Por este brillante lucero de rayos deslumbrantes que nos oye y nos ve, te juro, hijo mío, que tú has nacido de este Sol que gobierna el mundo. Si digo mentiras, que no me permita verle y que esta luz sea la última para mis ojos. Ya no te es difícil conocer la morada de tu padre, pues el lugar desde donde sale limita con nuestro país. Si tienes ganas, ve y pregúntaselo a él cara a cara".

Faetón salta de alegría ante estas palabras de su madre y ya en su mente se imagina el cielo. Cruza su Etiopía y la India, situadas bajo los fuegos siderales, e, impaciente, llega al lugar desde el que sale su padre.

El palacio del Sol

El palacio del Sol se alzaba sobre elevadísimas columnas, relumbrante de oro bruñido y piropo que se asemeja a las llamas; su techo estaba cubierto de reluciente marfil y las dos hojas de su puerta irradiaban una luz plateada. El acabado artístico superaba la materia de la que estaba hecho: en efecto, allí Vulcano había cincelado los mares que rodean las tierras, el globo terráqueo, y el cielo que se cierne sobre él. Las aguas tienen sus azulados dioses: al musical Tritón, al cambiante Proteo, a Egeón que con sus brazos oprime los gigantescos dorsos de las ballenas, a Doris y a sus hijas, a parte de las cuales se las ve nadar y a otras, sentadas sobre un peñasco, secarse sus verdes cabellos y a algunas, navegar sobre los peces; no tienen todas un mismo rostro, pero tampoco distinto del que conviene a hermanas. La tierra allí representada sustenta hombres y ciudades, selvas y fieras, y ríos, ninfas y demás divinidades campestres. Por encima de esto está colocada la imagen de un cielo refulgente, con seis signos zodiacales en la parte derecha y otros seis en la izquierda.


Tan pronto como llegó allí por el duro sendero el hijo de Clímene y entró en la morada de su cuestionado padre, de inmediato dirige sus pasos hacia el rostro de su padre, pero se detiene lejos, pues no podía soportar más de cerca su luz. Febo, vestido con un traje púrpura, estaba sentado en un trono resplandeciente de brillantes esmeraldas. A derecha y a izquierda estaban de pie el Día, el Mes y el Año, y los Siglos y las Horas, colocadas a intervalos iguales. También estaba la nueva Primavera, ceñida con una corona de flores; estaba el Verano, desnudo y llevando guirnaldas de espiga; estaba el Otoño, sucio de uvas pisadas, y el helado Invierno, con sus blancos cabellos despeinados. Entonces el Sol, colocado en el centro, con los ojos que todo lo ven, vio al joven, que estaba asustado por la novedad del espectáculo, y le dijo: "¿Cuál es el motivo de tu viaje? ¿Qué has venido a buscar a esta alta morada, Faetón, hijo al que no podría negar un padre?"

El Sol (Helio) en su carro


Una arriesgada promesa

Responde Faetón: "Luz común del universo, padre Febo, si me permites hacer uso de este nombre y Clímene no oculta su falta con una mentira, dame pruebas, progenitor mío, por las que crean que de verdad soy descendiente tuyo, y quítame esta incertidumbre." Así habló Faetón y su padre se despojó de los rayos que relumbraban por toda su cabeza, le mandó acercarse y dándole un abrazo le dice: "No es justo que digan que tú no eres hijo mío; Clímene te reveló tu verdadero origen y, para que no tengas dudas, pide el regalo que quieras, que lo obtendrás, pues te lo concederé. Sea testigo de mi promesa la Estige, la laguna por la que juran los dioses, nunca vista por mis ojos." Apenas acabó de hablar el Sol, Faetón pide el carro de su padre y el poder y el gobierno, por un día, de los caballos de alados pies.

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)

RÓMULO Y REMO (III)

Prosigue el relato de Tito Livio en su obra Historia de Roma desde su fundación (Libro I, caps. 6, 3 - 7, 3; 8):


El proyecto de fundar una nueva ciudad

Así pues, la ciudad de Alba Longa quedó en manos de Numitor. De Rómulo y de Remo se adueñó el deseo de fundar una ciudad en el sitio en el que habían sido abandonados y en el que se habían criado. Además, había demasiada población albana y latina; a ella se habían unido también los pastores: todos juntos hacían fácil prever que resultaría pequeña Alba y pequeño Lavinio, en comparación con la ciudad que se iba a fundar. Pronto se sumó a estos proyectos un mal ancestral: la ambición de poder, que dio lugar a una desdichada rivalidad después de un comienzo tranquilo. Como eran gemelos y el respeto a los años no podía establecer diferencias, a fin de que fueran los dioses protectores del lugar los que eligieran quién daría nombre a la ciudad y quién reinaría en ella después de su fundación, ocuparon Rómulo el monte Palatino y Remo el monte Aventino como espacios sagrados para recibir los augurios.

Las siete colinas de Roma





Disputa entre hermanos

Se dice que el augurio se le presentó antes a Remo: seis buitres. Pero, después de que se anunció ese augurio, se le apareció a Rómulo el doble número de aves. A cada uno de los dos le aclamó como rey su propia gente: los partidarios de Remo reivindicaban el reino por la prioridad en el tiempo; los de Rómulo, por el número de aves. Los dos hermanos se enfrentaron enseguida en una disputa, la exasperación de la cólera por ambas partes les conduce a una lucha a muerte. Allí, en medio del revuelo, cayó abatido Remo. Aunque está más extendida la versión de que, para burlarse de su hermano, Remo saltó por encima de las nuevas murallas de la ciudad; entonces Rómulo, irritado, increpándolo además de palabra ("Lo mismo le sucederá en adelante a cualquier otro que salte mis murallas", dijo), lo mató.

Se traza el surco primigenio de la nueva ciudad

Inicios de la nueva ciudad

Rómulo quedó, por consiguiente, como único dueño del poder; la ciudad que había fundado recibió nombre del de su fundador: Roma. En primer lugar fortificó el Palatino, donde él se había criado. Hace sacrificios con el rito albano a los otros dioses y con el rito griego, tal como había establecido Evandro, a Hércules.[...] Una vez cumplidos ritualmente los actos de culto, convocó a una asamblea a la muchedumbre, que no podía convertirse en el cuerpo político de un pueblo unido nada más que por medio del derecho, y dictó leyes. Pensando que para aquella gente rústica esas leyes solo serían sagradas si él les infundía respeto con símbolos de poder, se revistió de mayor dignidad en todo su porte, pero especialmente haciéndose acompañar de doce lictores. Algunos piensan que ese número fue una consecuencia del número de las aves que en el augurio le habían presagiado el reinado. A mí no me disgusta compartir la opinión de los que consideran que esta clase de escolta, así como su número, provenían de la vecina Etruria, de donde también se tomaron la silla curul y la toga pretexta. Los etruscos tenían fijado ese número porque, al nombrar un rey en común entre doce pueblos, cada uno de los pueblos le daba al rey un lictor.

Lictor


Se expansionaba mientras tanto la ciudad, incorporando constantemente más y más terreno dentro de su recinto, pues se alzaban las murallas más con vistas al futuro aumento de la población que para los hombres que había en ese momento. Después, para que no estuviera vacía una ciudad tan grande y para atraer un población numerosa, Rómulo aplicó el antiguo método de los fundadores de ciudades que, juntando mucha gente de origen desconocido y de clase baja, inventaban que les había nacido de la tierra una raza. Y abrió como asilo el lugar que está ahora cercado entre los dos bosques sagrados según se baja de la colina. Allí se refugió toda clase de gente de los pueblos vecinos, sin distinción de si eran libres o esclavos, gente deseosa de cambios. Este fue el primer refuerzo en el camino de la incipiente grandeza. Cuando ya no estaba descontento con sus fuerzas, ordenó un plan político para estas. Nombró cien senadores, bien porque ese número era suficiente, bien porque solo había cien que pudieran ser nombrados padres. Padres, en todo caso, se les llamó en razón de su cargo, y a sus descendientes, patricios.

(Trad. de Antonio Fontán, Madrid, Alma Mater, 1997; con modificaciones)

RÓMULO Y REMO (II)

Seguimos con el relato de Tito Livio en su Historia de Roma desde su fundación (Libro I, cap. 5 - 6, 2):

Detención de Remo


En aquella época cuentan que se celebraba en el monte Palatino un festejo nuestro, llamado Lupercal y que el monte se llamó Palancio (después Palacio), por Palanteo, una ciudad de Arcadia. En aquel lugar, Evandro, que procedía del pueblo de los árcades y fue dueño del territorio mucho antes de todo esto, había establecido una fiesta solemne importada de Arcadia, en la que unos jóvenes desnudos corrían jugando y diviertiéndose en honor de Pan Liceo, al que después los romanos llamaron Inuo. Cuando estaban los jóvenes entregados a este juego, siendo como era una fiesta conocida, unos ladrones, airados por la pérdida de su botín, les tendieron una emboscada. Rómulo se defendió con energía, pero prendieron a Remo y lo entregaron cautivo al rey Amulio, con una acusación. Sobre todo les atribuían como delito que atacaban las tierras de Numitor, y que, con la banda de jóvenes que habían reunido, las saqueaban igual que un enemigo. Por tanto, Remo fue entregado a Numitor para que este lo castigase.
Resultado de imagen de lupercales




Se descubre el origen de los gemelos

Ya desde el principio, Fáustulo había tenido el presentimiento de que se criaban en su casa dos descendientes de la familia real; en efecto, sabía que unos niños habían sido abandonados por orden del rey y que el tiempo en el que él los recogió coincidía con ese hecho. Pero no había querido que tal origen se descubriera prematuramente, salvo que fuese oportuno o necesario. La necesidad llegó antes, así que, atemorizado, le descubrió la historia a Rómulo. Por casualidad, también a Numitor, que tenía preso a Remo y que había oído que tenía un hermano gemelo, relacionando su edad y su carácter nada propio de esclavos, le había venido a la mente el recuerdo de sus nietos. Después de preguntar, llegó a la misma conclusión y no estuvo lejos de reconocer a Remo.

Se derroca al rey Amulio

Así, por todos los lados, se trama una conspiración contra el rey Amulio. Rómulo, sin la compañía de los jóvenes (pues no estaba en condiciones para una lucha abierta), sino mandando a los pastores que acudieran por caminos distintos al palacio real en un momento determinado, atacó al rey. Con otro grupo que había juntado, vino en su ayuda Remo desde la casa de Numitor. De este modo mata al rey Amulio.

Numitor, al principio de la revuelta, repetía sin cesar que unos enemigos habían invadido la ciudad y que habían asaltado el palacio real, con lo cual desplazó a los guerreros de Alba Longa a la ciudadela para defenderla con las armas. Cuando vio que los jóvenes, después de matar al rey Amulio, se dirigían a él felicitándolo, reunió inmediatamente la asamblea del pueblo e hizo públicos los crímenes de su hermano contra él, el origen de sus nietos, cómo nacieron, cómo se criaron, cómo habían sido reconocidos; finalmente hizo pública la muerte del tirano, mostrándose él, Numitor, como responsable de la misma. Los jóvenes, entrando con su tropa por medio de la asamblea, proclamaron rey  a su abuelo Numitor; la multitud allí congregada lanzó un grito unánime, ratificando el título y el poder del rey.

(Trad. de Antonio Fontán, Madrid, Alma Mater, 1997; con modificaciones)

sábado, 17 de noviembre de 2012

RÓMULO Y REMO (I)

En la Historia de Roma desde su fundación (el título en latín es Ab urbe condita libri) de Tito Livio (64 o 59 a. C. - 17 d. C.) encontramos el siguiente relato (Libro I, caps. 3, 6 - 4):

Los reyes de Alba Longa

A continuación reina en Alba Longa el hijo de Ascanio, Silvio, quien había nacido casualmente en una selva. Este es padre de Eneas Silvio; este a su vez de Latino Silvio, el cual fundó algunas colonias, los llamados Latinos primitivos. Se mantuvo después el sobrenombre de Silvio para todos los que reinaron en Alba Longa. De Latino nació Alba; de Alba, Atis; de Atis, Capis; de Capis, Capeto; de Capeto, Tiberino, que se ahogó al atravesar el río Albula y por ello le dio al río su nombre célebre en el futuro, Tíber. A continuación reina Agripa, hijo de Tiberino; después de Agripa reina Rómulo Silvio, que recibe el trono de su padre. Este fue herido por un rayo, por lo que el reino pasó directamente a Aventino. Este, enterrado en la colina que es ahora una parte de la ciudad de Roma, dio su nombre a la colina. Después reina Proca. Este engendra a Numitor y a Amulio. A Numitor, que era el mayor de sus hijos, le entrega el antiguo reino de la familia Silvia. Pero pudo más la violencia que la voluntad paterna o el respeto a la edad: Amulio expulsó a su hermano y reinó en su lugar. Añade un crimen a otro crimen; eliminó a los hijos varones de su hermano y a la hija de este, Rea Silvia, la eligió sacerdotisa vestal, así, con el pretexto de honrarla con la virginidad perpetua, le quitó la esperanza de ser madre.

  
Nacimiento de los gemelos Rómulo y Remo

Pero, en mi opinión, era una exigencia del destino el nacimiento de una ciudad tan grande y el principio del imperio mayor del mundo después del poder de los dioses. La vestal, víctima de una violación, tuvo dos hijos gemelos y, bien porque ella lo creyera así, bien porque la complicidad de un dios dignificaba su falta, atribuyó a Marte la paternidad de su sospechosa descendencia. Pero ni los dioses ni los hombres la libraron a ella o a sus hijos de la crueldad del rey Amulio. La sacerdotisa fue apresada y metida en una cárcel. En cuanto a los niños el rey mandó que los arrojaran al curso del río. Por una casualidad, milagrosamente, el Tíber, desbordado por encima de sus orillas en suaves estanques, no permitía el acceso hasta el cauce normal de su corriente, pero a los que llevaban a los niños les daba la confianza de que estos se ahogarían, aunque el agua estuviera en calma. Así, creyendo cumplir la orden del rey, abandonan a los niños en la charca más cercana, donde está ahora la higuera Ruminal, llamada antes, según cuentan, Romular.

Marte y Rea Silvia (Rubens)

La loba

Había entonces grandes despoblados en esa región. Una tradición sostiene que cuando el agua, poco profunda, depositó en un lugar seco el cesto flotante donde estaban depositados los niños, una loba sedienta encaminó allí su carrera desde las montañas de alrededor, atraída por el llanto de los niños, y a estos les ofreció sus ubres, tan mansamente que el mayoral del ganado del rey - Fáustulo dicen que se llamaba - la encontró lamiéndolos con la lengua. Este los llevó a la majada y se los entregó a su esposa, Larencia, para que los criara. Hay otros que piensan que esta Larencia era llamada "loba" entre los pastores porque ejercía la prostitución, y que este hecho dio lugar a la leyenda maravillosa.

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Adolescencia de los gemelos

Así nacidos y así criados, en cuanto tuvieron edad, incapaces por su carácter de quedarse en la majada o con el ganado, recorrían los bosques cazando. Con el vigor del cuerpo y del carácter adquirido en este ejercicio, bien pronto no solo hacían frente a las fieras, sino que asaltaban a los ladrones cargados de botín y distribuían su presa entre los pastores y compartían con ellos ocupaciones y diversiones, formando una banda de jóvenes que crecía día tras día.

(Trad. de Antonio Fontán, Madrid, Alma Mater, 1997; con modificaciones)