miércoles, 15 de febrero de 2017

EL REY MIDAS



    El siguiente relato se encuentra en las Metamorfosis (libro XI, versos 85 - 145), obra del poeta latino Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.)

 Baco deja además aquellos campos y, acompañado de mejor séquito, se encamina a los viñedos del monte Tmolo y al río Pactolo, aunque este no era entonces un río aurífero ni despertaba envidias por sus codiciadas arenas.

    Acompaña al dios Baco el habitual cortejo de sátiros y de bacantes, pero falta Sileno. Tambaleándose por los años y por el vino, lo apresaron unos campesinos frigios y, atado con guirnaldas, lo llevaron ante el rey Midas, a quien el tracio Orfeo y el ateniense Eumolpo habían iniciado en los misterios del dios Baco.

    En cuanto el rey Midas reconoció a Sileno, amigo y compañero de juegos, festejó alegremente su llegada durante diez días seguidos y sus correspondientes noches. Ya por undécima vez el lucero del alba había arreado el rebaño celestial de estrellas, cuando el rey Midas va a los campos de Lidia y hace entrega de Sileno a su joven pupilo, el dios Baco.

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    Baco, contento por haber recobrado a su ayo, le concedió al rey Midas la agradable, pero peligrosa facultad de pedir un regalo. Midas, que habría de hacer mal uso de tal regalo, le dice: "Haz que todo lo que toque con mi cuerpo se convierta en oro". Asintió Baco a su petición y le concedió aquel dañino regalo, y se lamentó de que no hubiera pedido algo mejor.

    El rey Midas se va contento, y, recreándose en su mal, comprueba la veracidad de lo prometido tocando una cosa tras otra. Casi no daba crédito. Arrancó de una baja encina una ramita de hojas verdes y la ramita se hizo de oro. Levanta del suelo una piedra; también la piedra amarilleó de oro. Tocó un terrón; a su mágico contacto el terrón se transforma en un lingote de oro. Segó unas espigas secas de la diosa Ceres; de oro era aquella cosecha. Coge una fruta arrancándola de un árbol; dirías que es una manzana de oro de las Hespérides. Si acerca sus dedos a las altas puertas, las puertas parecen despedir rayos. Y después de lavarse las manos en cristalinas aguas, el agua que se escurre de sus manos, convertida en oro, podría engañar a Dánae. Apenas puede dar cabida en su mente a sus cálculos, al imaginarlo todo de oro.

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    Feliz, le prepararon sus criados la mesa, donde se apilan los manjares y no falta el trigo tostado. Y entonces, si con su mano tocaba el pan, don de Ceres, este se endurecía. Si iba a morder los manjares con ávidos dientes, una dorada lámina recubría los alimentos al acercarles los dientes. Había mezclado con agua pura el vino, regalo de Baco; podía verse fluir como oro fundido por la comisura de sus labios.

    Sorprendido por lo insólito de su desgracia, rico y desdichado, desea escapar de sus riquezas y odia lo que un poco antes deseaba. Ningún banquete alegra su hambruna; una sed reseca abrasa su garganta y el oro, ahora aborrecido, lo tortura. Y levantando al cielo manos y brazos resplandecientes, dice: "Perdóname, Baco. He cometido una falta, pero ten piedad, te lo suplico, y líbrame de este castigo disfrazado de regalo".

    El poder de los dioses es benévolo. Baco restablece a quien confiesa su falta y anula el regalo que, fiel al pacto, había concedido. Y le dice a Midas: "Para no seguir recubierto de ese oro que para tu desgracia deseaste, vete al río vecino de la gran Sardes. Remonta su curso por las alturas de su orilla y llega hasta el nacimiento del río. Sumerge tu cabeza en ese espumoso manantial, donde más abundante mana, y lava a la vez tu cuerpo y tu falta".

    El rey Midas obedeció y se sumergió en el agua. El poder del oro tiñó el río y del cuerpo de Midas pasó a las aguas. Aún hoy día, recibida ya la semilla del antiguo filón, están los campos endurecidos por el oro y amarillos sus húmedos terrones. 

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Alianza, Madrid, 1998; con modificaciones)