lunes, 19 de noviembre de 2012

FAETÓN (II)

Seguimos con el relato contenido en las Metamorfosis (Libro II, versos 49 - 149) de Ovidio:

Arrepentimiento del Sol

Se arrepintió el Sol de haber hecho tal juramento; sacudió tres y cuatro veces su cabeza luminosa, y dijo: "Mis palabras, por causa de las tuyas, han sido temerarias. ¡Ojalá pudiera no darte lo prometido! Lo confieso, solo eso te negaría, hijo. Pero sí me está permitido disuadirte. ¡Tu deseo no está libre de peligro! Pides algo grande, Faetón, un regalo que no cuadra con tus fuerzas ni con tu edad. Tu condición es mortal; lo que tú pides no es propio de un mortal. Por ignorancia ambicionas incluso más de lo que pueden alcanzar los dioses. Aunque cada cual esté satisfecho de sí mismo, nadie, excepto yo, es capaz de sostenerse sobre el carro portador del fuego. Ni siquiera Júpiter, el soberano del amplio Olimpo, que con su terrible diestra lanza rayos implacables, conducirá este carro; ¿y qué tenemos más grande que Júpiter?

El Sol (Helio)

Consejos del Sol

La primera parte del camino es ascendente y por ella, de mañana, aún frescos, los caballos suben con dificultad. La parte central del camino es la cima del cielo; desde allí, hasta a mí me da miedo a veces contemplar el mar y la tierra, y mi corazón palpita sobrecogido de espanto. La última parte del camino es descendente y es necesario sujetar firmemente las riendas; incluso la que me acoge arropándome con sus olas, la mismísima Tetis, tiene miedo de que yo me caiga al abismo. Ten en cuenta además que el cielo tiene un continuo movimiento circular y atrae a las lejanas constelaciones y las hace girar en una veloz rotación. Yo opongo resistencia y no me vence el mismo impulso que a los demás astros, sino que me desplazo en sentido contrario que la rápida órbita del cielo.

Supón que te he dado el carro: ¿qué vas a hacer? ¿Podrías soportar la rotación de los polos sin que su veloz eje te arrastre consigo? Quizá imagines que en el cielo hay bosques y ciudades y templos llenos de ofrendas. Al contrario, el camino discurre entre peligros y figuras de terribles animales. Aunque mantengas tu camino y no te salgas de él, tendrás que pasar, así y todo, por entre los cuernos del Toro que te cerrará el paso,el Arco hemonio, las fauces del León sanguinario, el Escorpión que curva sus fieras pinzas con largo abrazo y el Cangrejo que curva las pinzas de un modo distinto. Tampoco te será fácil dominar mis caballos, inflamados por los fuegos que llevan en el pecho y que exhalan por morros y hocicos. Apenas me toleran a mí, cuando sus fuerzas se acaloran y su cerviz se resiste a las riendas. ¡Pero tú, hijo, puedes evitar que te haga un regalo mortal! ¡Cambia tu deseo, ahora que puedes! ¿Así que para creer que eres hijo de mi sangre me pides garantías seguras? Garantías seguras te doy con mi temor, y mi angustia de padre prueba que soy tu padre. Mira, contempla mi rostro, y ¡ojalá pudieras clavar tus ojos en mi pecho y ver las profundas preocupaciones de un padre! En fin, considera todo lo que contiene el mundo y de entre tantas y tantas riquezas del cielo, del mar y de la tierra pídeme algo; pídemelo, que te lo daré. Te suplico que renuncies solo a esto, que en realidad es un castigo, no un regalo; un castigo, Faetón, es lo que pides y no un regalo. ¿Por qué, insensato, rodeas mi cuello con tus tiernos brazos? No lo dudes, te daré - pues lo he jurado por la laguna Estigia - cualquier cosa que desees, pero desea tú algo más prudente".

El Sol

Tales fueron los consejos del Sol, pero Faetón rechaza sus palabras, persiste en su empeño y arde en deseos del carro. Por tanto, su padre, después de retrasarlo cuanto pudo, condujo al joven ante el sublime carro, obra de Vulcano. Su eje era de oro, de oro era la lanza, de oro las llantas que recubrían las ruedas, de plata el haz de radios. En el yugo crisólitos y gemas artísticamente dispuestas emitían un vivo resplandor, reflejos de Febo.

Preparación del carro

Y mientras el esforzado Faetón admira todo aquello y contempla su maravillosa fabricación, he aquí que por el luminoso oriente la Aurora, madrugadora, ha abierto sus puertas purpúreas y su atrio lleno de rosas; huyen las estrellas cuya marcha cierra el Lucero, el último en abandonar la guardia del cielo. Cuando el Sol vio que el Lucero se encaminaba a la tierra, que el cielo ya se enrojecía y que los cuernos de la Luna desaparecían, ordena a las veloces Horas que unzan los caballos. Las Horas ejecutan rápidamente la orden, traen de sus altos pesebres a los caballos, vomitando fuego y cebados con el jugo de ambrosía; enseguida les ponen los resonantes frenos.


Últimos consejos

Entonces el padre untó el rostro de su hijo con una crema divina, haciéndolo capaz de soportar el fuego abrasador, colocó unos rayos sobre su cabeza y, exhalando de su angustiado pecho suspiros que presentían la desgracia, le dijo: "Si al menos puedes hacer caso de estos otros consejos de tu padre, hijo, usa poco la aguijada y más las riendas. Los caballos galopan por sí solos; lo difícil es refrenar su brío. No escojas la ruta que atraviesa en línea recta los cinco arcos; hay un camino trazado en oblicuo, con amplia curva, que, limitándose a tres de las zonas, evita tanto el polo austral como la Osa junto con los aquilones. Encamínate por ahí; verás claramente los surcos de mis ruedas. Y para que cielo y tierra soporten igual temperatura, no hagas descender el carro ni lo eleves por el alto firmamento. Si vas hacia arriba, quemarás las mansiones celestes; si vas hacia abajo, abrasarás la tierra. Por el medio irás con plena seguridad. Tampoco gires las ruedas a la derecha, dirigiéndote hacia la enroscada Serpiente, ni a la izquierda hacia el Altar. Mantente entre ambos. Lo demás lo encomiendo a la Fortuna, la cual deseo que te ayude y que te proteja más que tú a ti mismo. Pero mientras te hablo, la húmeda noche ya ha llegado a occidente y no puedo retrasar más la salida del Sol. Se me reclama, y la Aurora, después de ahuyentar las tinieblas, luce ya. Coge las riendas en tus manos, o si tu voluntad puede aún cambiarse, haz uso de mis consejos y no de mi carro, mientras puedes y aún estás sobre la tierra firme y mientras todavía no pisas el carro en mala hora deseado.¡Déjame a mí dar a la tierra una luz que tú puedas contemplar sin peligro!"

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)


No hay comentarios:

Publicar un comentario