martes, 13 de noviembre de 2012

MEDUSA

    El poeta griego Hesíodo (s. VII a. C.), en su Teogonía (versos 270 - 283) nos da la siguiente información:

    " A su vez Ceto, unida a Forcis, engendró a las Grayas de hermosas mejillas, criaturas canosas desde su nacimiento, por lo que tanto los dioses inmortales como los hombres que caminan sobre la tierra las llaman Viejas. También engendraron a Penfredo de hermoso peplo, a Enío de peplo azafranado y a las Górgonas, que viven más allá del ilustre Océano, en el confín de la noche, donde viven las Hespérides de sonora voz: Esteno, Euríala y Medusa, que padeció un triste destino.

    Medusa era mortal, mientras que las otras dos eran inmortales y no sujetas a la vejez. Pero solo con Medusa se unió Posidón el de azulada cabellera, en un suave prado entre flores primaverales.

    Y cuando Perseo le separó a Medusa la cabeza del cuello, surgió de dentro el gran Crisaor y el caballo Pégaso, el cual recibió este nombre por haber nacido junto a las fuentes del Océano; Crisaor recibió tal nombre por tener en sus manos una espada de oro. Y Pégaso, remontando el vuelo, abandonó la tierra, madre de rebaños, y fue hacia los Inmortales, y habita en los palacios de Zeus, llevando el trueno y el rayo al prudente Zeus".

(Trad. de Mª Antonia Corbera, Madrid, Akal, 1990; con modificaciones)



    Por su parte, Apolodoro (s. II d. C.) en su Biblioteca mitológica (Libro II 39 - 42) narra lo siguiente:

    "Perseo se echó alrededor del cuello las alforjas, ajustó las sandalias a los tobillos y se puso el yelmo en la cabeza, con el cual podía ver a los que quería, pero sin ser visto por los demás. Tomó también de Hermes una hoz de acero, echó a volar y llegó al Océano, sorprendiendo a las Górgonas dormidas. Eran estas Esteno, Euríale y Medusa. La única mortal era Medusa. Por ello Perseo fue enviado a por su cabeza. Las Górgonas tenían cabezas rodeadas de escamosas espirales de serpientes, grandes dientes como de jabalíes, manos de bronce y alas de oro, gracias a las cuales volaban. Convertían en piedra a los que las miraban.

    Perseo, por tanto, se situó sobre ellas mientras dormían y, mientras Atenea guiaba su mano, se dio la vuelta y miró al escudo de bronce por medio del cual veía la imagen de la Górgona, y le cortó la cabeza. Una vez cortada la cabeza, salió volando del cuello de la Górgona el caballo alado Pégaso y Crisaor, el padre de Geriones. A estos los había engendrado de Posidón. Entonces Perseo metió en las alforjas la cabeza de Medusa y emprendió el regreso. Pero las Górgonas se despertaron del sueño y empezaron a perseguirlo; sin embargo, no podían verlo gracias al yelmo, que lo hacía invisible".

(Trad. de José Calderón Felices, Madrid, Akal, 1987; con modificaciones)


    El poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.) en sus Metamorfosis (IV 779 - 804) recoge lo siguiente:

    " Perseo contó cómo había llegado a la morada de las Górgonas; por todas las partes, por campos y caminos, había visto estatuas de hombres y animales, convertidos de lo que eran en piedras después de haber visto a Medusa. Perseo, sin embargo, había mirado la cara de la horrenda Medusa reflejado en el bronce del escudo que llevaba en la mano izquierda; mientras un profundo sueño embargaba a las culebras y a ella misma, le arrancó la cabeza del cuello y de su sangre nacieron Pégaso, fugaz con sus alas, y su hermano. [...] Perseo calló antes de lo esperado; uno de los nobles tomó la palabra para preguntarle por qué solo una de las hermanas tenía serpientes mezcladas con sus cabellos. El extranjero dijo: "Pues preguntas algo digno de contarse, he aquí la respuesta. Medusa era la que tenía una figura más hermosa y el partido codiciado por muchos, y en toda ella no había parte más admirable que sus cabellos; he conocido a quien dijo haberla visto. El soberano del mar, Neptuno, - cuentan - la deshonró en el templo de Minerva; esta hija de Júpiter se dio la vuelta y se cubrió su casto rostro con la égida. Pero para que el hecho no quedara impune, cambió la cabellera de Medusa en feas culebras".

(Trad. de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Madrid, Alianza, 1998; con modificaciones)

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