jueves, 26 de marzo de 2015

NARCISO Y ECO

    El siguiente relato se encuentra en las Metamorfosis (Libro III, versos 339 - 510), obra del poeta latino Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.)

    Tiresias, el adivino más famoso de todas las ciudades de la región griega de Beocia, daba respuestas infalibles a las personas que iban a consultarlo. Quien primero puso a prueba la credibilidad y la veracidad de sus predicciones, fue la azulada Liríope. A esta el río Cefiso la envolvió un día en su ondulada corriente y, haciéndola cautiva de sus aguas, la fecundó. De su abultado vientre, la hermosa ninfa Liríope dio a luz un niño que ya entonces hubiera podido ser amado, y le llamó Narciso.

    Liríope consultó a Tiresias sobre su hijo, a ver si este llegaría a ver los largos días de una vejez avanzada. El profético adivino respondió: "Solo si no llega a conocerse". Durante años la predicción del adivino pareció vana, pero el desenlace de los acontecimientos, el tipo de muerte y lo inaudito de la locura probaron la veracidad del oráculo.

    En efecto, Narciso, el hijo del río Cefiso, ya había añadido un año más a los quince y podía parecer lo mismo un niño que un joven. Muchos jóvenes, muchas doncellas lo desearon, pero ningún joven ni ninguna muchacha le tocaron el corazón (tan dura soberbia había en aquella tierna belleza).

    Un día, cuando conducía hacia unas redes a unos ciervos espantados, lo vio una ninfa vocinglera que no sabe callar cuando le hablan ni hablar ella misma la primera, la resonante Eco. Aún tenía cuerpo Eco, no solo voz. Así y todo, la charlatana no usaba su voz de manera distinta a como hace ahora, de manera que repetía, de entre muchas palabras, solo las últimas. La diosa Juno era la que le había hecho esto, porque Eco la entretenía con su verborrea cuando la diosa hubiera podido sorprender a su marido Júpiter con las ninfas en el monte. Gracias a la labor de Eco, las ninfas podían huir. Cuando Juno, hija de Saturno, se dio cuenta, le dijo: "Puesto que me has engañado con la lengua, se te reducirá la facultad de hablar y el uso de tu voz se abreviará al máximo". Y con los hechos, la diosa cumplió sus amenazas. Así, Eco repite el final de las frases y devuelve las palabras que ha oído.

    Pues bien, una vez que Eco vio a Narciso andando por apartados campos, se enamoró de él y sigue sus pasos a escondidas.  Cuanto más lo sigue, más intensa es la llama de amor que la abrasa, igual que cuando el azufre vivo, untado al extremo de las antorchas, se inflama al contacto de la llama. ¡Cuántas veces quiso Eco acercarse con palabras zalameras y dirigirle cariñosas súplicas! Pero su naturaleza se lo impide, pues no puede empezar a hablar. Pero está dispuesta a hacer lo que sí se le permite: esperar sonidos a los que devolver sus palabras.




    Quiso la casualidad que Narciso, apartado del grupo de sus fieles compañeros, gritara: "¿Hay alguien?", y que "alguien" le respondiera Eco. Narciso se queda atónito, mira a todas partes y grita con voz potente: "¡Ven!". Y ella repite lo mismo: "¡Ven!". Vuelve él a mirar y como no venía nadie, dijo: "¿Por qué huyes de mí?", y escuchó las mismas palabras que había pronunciado. Narciso se detuvo y, engañado por la ilusión de una voz que contestaba, exclamó: "¡Aquí, reunámonos!", y Eco, que jamás respondería con más gusto a ningún otro sonido, repitió: "Unámonos". Eco, haciendo caso de sus propias palabras, salió de la espesura del bosque y se encaminaba a echar sus brazos en el cuello deseado. Pero Narciso huye, y mientras huye, dice: "¡Quita esas manos, no me abraces! ¡Antes prefiero morir que ser abrazado por ti!". Eco no repitió más que: "Abrazado por ti". Rechazada, se esconde en la espesura y, llena de vergüenza, se cubre el rostro con ramas y desde entonces vive en cuevas solitarias. Pero aun así, pervive el amor y hasta crece con el dolor del rechazo. El insomnio y la pena adelgazan el cuerpo de la desgraciada Eco; su piel, demacrada, se arruga y el vigor de su cuerpo se esfuma. Solo quedan sus huesos y su voz. Su voz perdura. Dicen que sus huesos adoptaron la forma de una piedra. Desde entonces se oculta en el bosque y no se la ve por los montes. Pero todo el mundo la oye; un sonido es lo que sobrevive de ella.

    Así había despreciado Narciso a Eco. Este también rechazó a otras ninfas nacidas en las aguas o en los montes, también rechazó la compañía masculina. Entonces, uno de los que habían sido rechazados, levantando sus manos al cielo, suplicó: "Ojalá que él tenga la misma experiencia, que no consiga el objeto de su deseo". Némesis, la diosa de la venganza, prestó oídos a esta justa súplica.

    Había una fuente cristalina, con aguas transparentes y plateadas. Los pastores y las cabras que pastan en el monte jamás habían tocado dicha fuente, ni ningún otro ganado. Ningún pájaro ni fiera la habían enturbiado, ni la rama caída de un árbol. Alrededor de la fuente crecía la hierba, alimentada por la humedad cercana. También crecía una espesura que jamás permitirá que aquel paraje se caliente con los rayos del sol. Aquí vino a tumbarse Narciso, fatigado por la pasión de la caza y por el calor, buscando tanto la belleza del lugar como el agua de la fuente. Y mientras calmaba su sed en las aguas de la fuente, nació otra sed. Y mientras bebe, se siente cautivado por la belleza que está viendo reflejada en el agua. Empieza a amar una esperanza sin cuerpo. Cree que es cuerpo lo que es agua. Se extasía ante sí mismo y, sin moverse ni mudar el semblante, permanece rígido, como una estatua tallada con mármol de Paros. Apoyado en la tierra, contempla sus ojos, estrellas gemelas, sus cabellos, dignos del dios Baco y del dios Apolo, sus suaves mejillas, su cuello blanco como el marfil, la gracia de su boca y el rubor que se mezcla con una nívea blancura. Admira todo aquello que lo hace admirable.

    
    Se desea a sí mismo sin saberlo. Elogiando, se elogia. Cortejando, se corteja. A la vez que enciende la pasión, arde. ¡Cuántas veces dio vanos besos a la fuente engañadora! ¡Cuántas veces sumergió sus brazos para acariciar el cuello que veía en medio de las aguas y no consiguió tocarlo! No sabe qué es lo que ve, pero lo que ve lo hace arder de amor. La misma ilusión que engaña sus ojos, los encandila. Crédulo, ¿para qué intentas, en vano, atrapar fugitivas imágenes? Lo que buscas, no existe. En cuanto a lo que amas, apártate y lo perderás. Esa sombra que estás viendo es el reflejo de tu imagen. No tiene una entidad propia, contigo vino y contigo permanece. Y contigo se alejará, si tú pudieras alejarte.

    Ni la idea del alimento de Ceres ni la del sueño pueden arrancarlo de allí. Al contrario, tumbado sobre la sombreada hierba, contempla con ojos insaciables la engañosa imagen, y se muere por sus propios ojos. Se incorpora un poco, extiende sus brazos a los bosques que lo rodean y dice: "¿Acaso alguien, selvas, ha amado con mayor sufrimiento? Sin duda lo sabréis, pues habéis sido para muchos el escondite oportuno. ¿Acaso, puesto que habéis vivido tantos siglos, recordáis en todo este largo tiempo a alguien que se haya consumido así? Me gusta y lo veo. Pero lo que veo y me gusta, no puedo conseguirlo. Tan gran confusión encierra mi amor. Y para mayor sufrimiento, no nos separa el ancho mar ni un largo camino ni montes ni muros con sus puertas cerradas. Un poco de agua se interpone. Él ansía mi abrazo, porque todas las veces que les doy besos a las cristalinas aguas, él se esfuerza por juntar sus labios. Creerías que es posible juntarnos, tan pequeño es el obstáculo a nuestro amor. Quienquiera que seas, sal aquí. ¿Por qué, muchacho sin igual, escapas de mí? ¿Adónde huyes cuando te cortejo? Ni mi aspecto ni mi edad son como para que me rehúyas, pues hasta las ninfas me han amado. Cierta esperanza me prometes con tu semblante amistoso y, cuando yo te alargo los brazos, los alargas tú también. Cuando te sonrío, me sonríes. Muchas veces he notado que tenías lágrimas cuando yo lloraba. Con las señas de tu cabeza respondes a las mías. Según puedo conjeturar por el movimiento de tus labios hermosos, contestas palabras que no llegan a mis oídos. ¡Ese soy yo! Me he dado cuenta, mi reflejo ya no me engaña más. Ardo en amores por mí mismo. Yo provoco las llamas que sufro. ¿Qué hago? ¿De cortejado o de cortejador? ¿Y cómo voy a cortejar? Lo que deseo está en mí. Mi riqueza me ha hecho pobre. ¡Ojalá pudiera separarme de mi cuerpo! Deseo inaudito de un enamorado, pues quiero que esté lejos lo que amo. Pero ya el dolor me quita fuerzas, no me queda largo tiempo de vida y en mi primavera muero. Y no es dura la muerte para mí, pues la muerte aliviará mis penas. Me gustaría que viviera más ese al que adoro. Pero ahora los dos, unidos de corazón, moriremos en un solo aliento".

http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/9/91/Echo_and_Narcissus.jpg/310px-Echo_and_Narcissus.jpg


    Así habló, y en su locura volvió a contemplarse la cara, y con sus  lágrimas enturbió la fuente, y, al removerse el agua, la imagen se desvaneció. Al verla borrarse, dijo: "¿Adónde huyes? Espera, no me abandones, cruel, que yo te amo. Que pueda yo al menos contemplar lo que no puedo tocar, y así dar pábulo a mi desdichada locura".

    Y mientras así se lamentaba, rasgó el vestido desde el borde superior y se golpeó el pecho desnudo con sus manos blancas como el mármol. El pecho con los golpes cobró un rubor sonrosado, tal como hacen las manzanas que, blancas por una parte, enrojecen por otra, o como suele hacer la uva aún no madura, que toma un color purpúreo en sus racimos multicolores. Apenas vio esto en el agua, de nuevo cristalina, no lo soportó más, sino que, como suele fundirse la amarilla cera a fuego lento, o la escarcha de la mañana con el sol naciente, así se deshace él, consumido por el amor. Poco a poco va siendo devorado por ese fuego oculto.Ya va desapareciendo aquel color mezcla de blancura y rubor, y aquel vigor, aquella lozanía y aquellos encantos que poco antes le gustaba ver. Ya no existe ese cuerpo que un día amó la ninfa Eco.

    Sin embargo, cuando Eco lo vio, aunque irritada y resentida, se compadeció, y todas las veces que el desdichado Narciso decía "¡ay!", ella repetía con su voz resonadora "¡ay!". Y cuando aquel se golpeaba el pecho con las manos, también ella devolvía idéntico sonido de golpes. Las últimas palabras de Narciso al contemplarse una vez más en el agua fueron las siguientes: "¡Ay, muchacho amado en vano!", palabras que repitió el paraje. Y cuando Narciso dijo "adiós", "adiós" dijo también Eco.

 

    Agotado, Narciso dejó caer su cabeza sobre la verde hierba. La muerte cerró aquellos ojos que admiraban la belleza de su propio dueño. Aun entonces, cuando fue recibido en los infiernos, seguía contemplándose en la laguna Estigia. Lo lloraron sus hermanas las náyades y le ofrecieron a su hermano sus cabellos cortados. Lo lloraron las dríades; a los lamentos de estas responde también Eco. Y para su funeral le prepararon la pira, las antorchas y las andas..., pero el cuerpo de Narciso no aparecía. En su lugar encuentran una flor amarilla que tiene pétalos blancos alrededor de su cáliz.


(Traducción de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, Alianza Editorial, Madrid, 1998; con modificaciones)

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