El siguiente relato se encuentra en las Metamorfosis (libro X, versos 560 - 704) del poeta romano Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.):
[Venus es quien le cuenta esta historia al bello Adonis]
Quizá hayas oído hablar de una mujer que en la competición de la carrera vencía a los hombres veloces. No fue una fábula ese rumor; los vencía, en efecto. Y no se podría decir si destacaba más por la gloria de sus pies o por el don de su belleza. Ella consultó el oráculo preguntando por su esposo, y el dios Apolo le dijo: "No te conviene para nada un esposo, Atalanta. ¡Evita tener un esposo! Y aun así no conseguirás librarte y, estando viva, te verás privada de ti misma".
Aterrorizada por el oráculo del dios, Atalanta vive soltera en medio de selvas tenebrosas y ahuyenta ferozmente el apremiante tropel de pretendientes mediante una condición, diciéndoles: "No me poseeréis a menos que me venzáis primero en la carrera. Competid conmigo en velocidad de los pies: al que sea más veloz se le dará como premio una esposa y un lecho nupcial, pero la muerte será el botín de los más lentos. Sea esa la regla de la competición".
Implacable era esa regla, pero vino un temerario tropel de pretendientes a cumplir esta condición (tan grande es el poder de la belleza). Se había sentado Hipómenes como espectador de la rigurosa carrera y había dicho: "¿Hay alguien que busque esposa con tanto riesgo?", condenando así los amores excesivos de los jóvenes. Pero cuando vio el rostro de Atalanta y su cuerpo despojado de ropa, que era como el mío o como el tuyo si te volvieras mujer, quedó atónito y, levantando las manos, dijo: "Perdonadme vosotros, a quienes acabo de criticar. Aún no conocía yo cuál era el premio que codiciabais".
Al alabar a Atalanta, Hipómenes se abrasa por dentro y desea que ninguno de los jóvenes corra más deprisa y teme su rivalidad. "Pero, ¿por qué voy yo a dejar sin probar la suerte de esta competición?", dice. "A los audaces la propia divinidad los ayuda". Mientras Hipómenes discurre estas cosas consigo mismo, la muchacha vuela ya con pasos alados. Y aunque a Hipómenes le pareció que no avanzaba ella más lenta que una flecha de Escitia, se admira él más, sin embargo, de su hermosura: y es la carrera misma la que le proporciona una hermosura peculiar.
La brisa lleva hacia atrás los cordones de las sandalias de Atalanta, cordones que sus veloces plantas vuelven a llevar hacia delante, y por la espalda de marfil le ondean los cabellos, así como las rodilleras de bordada franja que llevaba junto a las corvas. Y en medio de la blancura juvenil, su cuerpo había cobrado un tono sonrosado, de igual modo que cuando sobre un atrio blanco un toldo purpúreo matiza con un nuevo color las sombras que proyecta. Mientras el forastero Hipómenes observa todo esto, se ha llegado en la carrera a la última señal y Atalanta, victoriosa, se cubre con la corona de júbilo. Lanzaron gemidos los vencidos y pagan su castigo según lo convenido.
Sin embargo, Hipómenes, sin asustarse por lo que les ha ocurrido a aquellos, se levanta en medio de la concurrencia y, fijando en la doncella la mirada, le dice: "¿Por qué buscas una gloria fácil venciendo a débiles? Compite conmigo. Si la fortuna me hace dueño de ti, no creerás que es algo indigno haber sido vencida por alguien tan grande como yo, porque mi padre es Megareo de Onquesto, el cual tiene por abuelo a Neptuno, por lo que soy biznieto del dios de las aguas y mi valor no está por debajo de mi linaje. Y si soy vencido, tendrás un grande y memorable título de gloria por haber vencido a Hipómenes".
Mientras este habla así, Atalanta, hija de Esqueneo, lo contempla con una mirada tierna y no sabe si prefiere ser vencida o ganar, y habla así: "¿Qué dios, malintencionado con los hermosos, quiere perder a este joven y le ordena aspirar a este matrimonio poniendo en peligro su preciosa vida? Yo creo que no valgo tanto. Y no es que me impresione su hermosura (aunque bien podía impresionarme también), sino el hecho de que es aún un niño. No me conmueve su persona, sino su edad. ¿Qué decir del hecho de que posee un valor y un corazón al que no le asusta la muerte? ¿Y qué es eso de que se considera el cuarto descendiente de su antepasado el dios de los mares? ¿Y qué es eso de que me ama y le da tanto valor a casarse conmigo, de que está dispuesto a morir si la suerte adversa le priva de mi persona? ¡Vete mientras te es posible, forastero, y deja de lado un lecho nupcial sangriento! El matrimonio conmigo es feroz, muchas serán las que quieran casarse contigo y te puede desear una muchacha inteligente. Pero, ¿por qué me preocupo yo por ti cuando tantos han sucumbido antes? ¡Allá él! Que muera, puesto que no le sirve de escarmiento la muerte de tantos pretendientes y desprecia su propia vida. ¿Es que este va a caer por haber querido vivir conmigo y va a ser víctima de una muerte inmerecida como premio de su amor? Mi victoria será intolerablemente odiosa. ¡Ojalá desistieras de tu propósito o, puesto que estás loco, ojalá fueses más rápido que yo! ¡Ay, qué virginal expresión hay en su rostro de niño! ¡Ay, infeliz Hipómenes, desearía que no me hubieras visto! Eres digno de vivir. De verdad que si yo fuera más afortunada y el destino injusto no me impidiera el matrimonio, tú serías el único con quien yo querría compartir mi lecho".
Estas fueron las palabras de Atalanta y, como inexperta que era y alcanzada ahora por su primer amor, sin darse cuenta de lo que hace, ama y no nota el amor. Ya el pueblo y el padre de Atalanta reclamaban la acostumbrada carrera, cuando con voz angustiada me invoca el descendiente de Neptuno, Hipómenes, y dice: "Yo suplico que Venus Citerea me socorra en mi osadía y ayude a la pasión que ella ha despertado". Una brisa benigna trajo hasta mí la agradable plegaria. Me conmoví, lo confieso, y no tenía mucho tiempo para auxiliarlo. Hay un campo que los nativos designan con el nombre de campo de Támaso, que es la mejor zona de la tierra de Chipre, zona que los hombres de tiempos antiguos me consagraron ordenando que esa tierra fuera adscrita a mis templos como dote. En el medio de la llanura brilla un árbol de amarilla fronda y ramas que tintinean de amarillo oro. De allí venía yo casualmente y llevaba tres frutas de oro que había cogido del árbol con la mano y, sin que nadie pudiera verme más que él, me presenté a Hipómenes y le enseñé cómo podrían serle útiles.
Las trompetas habían dado ya la señal de la carrera y ambos salen disparados de sus puestos y con pies veloces van rasando la capa superior de la arena. Se diría que ellos podían rozar la superficie del mar sin mojarse las plantas y correr por encima de las espigas de una mies ya blanca sin derribarlas. Dan ánimos al joven las aclamaciones a favor suyo y las palabras de los que le dicen: "¡Ahora, ahora es el momento de apretar! ¡Más deprisa, Hipómenes! ¡Usa ahora todas tus fuerzas! ¡No te quedes atrás! ¡Vas a vencer!" Es dudoso si con estas palabras se alegraba más Hipómenes, el héroe hijo de Megareo, o Atalanta, la doncella hija de Esqueneo. ¡Oh, cuántas veces, cuando ya podía dejarlo atrás, se detenía ella y, después de contemplar largo rato el rostro del joven, lo dejaba bien contrariada!
De la boca fatigada de Hipómenes salía un seco resuello y la meta estaba lejos. Entonces por fin el descendiente de Neptuno arrojó uno de los tres frutos del árbol. Quedó atónita la doncella y por el deseo de la brillante fruta descuida la carrera y coge del suelo la fruta de oro que por él rodaba. Hipómenes la adelanta; entre el público se produce un sonoro aplauso. Ella con una veloz carrera recupera el tiempo perdido por detenerse y de nuevo deja al joven a su espalda. Y una vez más se detiene ella por el lanzamiento de la segunda fruta, pero logra alcanzar y dejar atrás al joven.
Quedaba el último tramo de la carrera. "¡Ayúdame ahora", dice Hipómenes, "diosa, a la que debo este obsequio!" y, para que ella tardara más en volver, arrojó con vigor juvenil la resplandeciente fruta de oro a un lado del campo y en dirección transversal. Pareció que la doncella dudaba si ir a buscarla. Yo la obligué a cogerla del suelo y, una vez que cogió la manzana, yo la hice más pesada y estorbé a Atalanta tanto por el peso de la fruta como por su detención y, para que mi relato no sea tan largo como la carrera, la doncella se quedó atrás: el vencedor se llevó su premio.